En realidad, lo único que reúne a todo el pueblo es la muerte de alguien. Cuando alguien muere (casi siempre de manera trágica) todos se hacen presentes. Las chismosas del barrio lloran a los difuntos como si ellas fuesen las propias madres, los ebrios dejaban de beber por un rato, peinaban sus rebeldes greñas y buscaban los harapientos en sus cajones las mejores prendas. La campana de la iglesia llamaba al dolor compartido y por el largo camino de tierra caminaban todos, la mirada baja y el rostro contraído por la desgracia.
Muere siempre gente, demasiada gente en el pueblo se muere al decir verdad. Los niños, aquellos son los que más duelen. Duelen porque sus muertes le arrebataban a las calles y los potreros un pedazo grande de aquella escasa alegría que en el pueblo pudiese existir. Las extrañas enfermedades en esos campos inexplicablemente sus galopes detienen. Males extraños, sombras en los ojos y accidentes día tras día.
Nada de buena o mala hierba…en el pueblo toda hierba muere, sobre todo muere la hierba menos pensada. Los viejos ven a los jóvenes morir y parecen no alcanzar a entender porque ellos viven tantos y tantos inviernos, como si a fuerza de años las personas en el pueblo fueran a descubrir algo que la falta de edad les impide ver. Ellos siempre son los más recatados cuando se trata de mostrar el dolor.
Quienes más lloran son los que por tantos años han tratado de cambiar un poco la tierra que los vio nacer. No son reformista ni mucho menos; ellos creen el trabajo desinteresado; sienten la necesidad de darles una mejor infancia a los niños, creen de verdad en ayudar a las familias necesitadas…son organizados y cada tanto en tanto, la magia en el pueblo la organizan. Pero sus esfuerzos no son suficientes. Sobre el pueblo hace mucho tiempo cayó un manto negro, un sino, una oscura lona que les censura el brillo del sol y la muerte es el momento de confesarle a quienes mueren que en este pueblo nadie se preocupa por nadie, pero que ellos a todos le pertenecen.

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