El hombre de ciencia es de los habitantes de mi pueblo chico, el que más me ha intrigado siempre. Sabía tanto que hasta los más conocedores reconocían en él a un hombre culto.
Cuando lo conocí llevaba años manteniéndose a flote, intentando no llamar demasiado la atención y aparentando que todo cuanto pasaba y pasa en el mundo resbala por su existencia. Decía ser ateo y sin embargo había alcanzado la sagrada paciencia de soportar a aquellos que se pasan un poco de la raya con su devoción religiosa. Hablaba aunque no le quisieran escuchar, reía cuando otros eran desdichados y mantenía un matrimonio basado en no polemizar.
Me llama la atención pues a pesar de haber sido condescendiente con todos se le sabía solo. Cometía errores que para todos eran tan propios de él como sus inmensos conocimientos. A veces algunos adultos le rodeaban para oírle hablar de remedios y yerbas medicinales, incluso cargaba siempre con un morral con remedios para compartir con quienes los necesitaran. Era viejo, uno de los más viejos y sin embargo tenía una de las mentes más lucidas que yo haya conocido. A veces pasaba largos minutos evocando los mejores tiempos junto al hombre religioso y al igual que otros aguardaba el momento de jubilar.
Me gustaba mucho hablar con él, y no solo de ciencia, también de películas antiguas, libros imprescindibles y claro está de como es envejecer en un pueblo donde a las personas los que saben mucho les parecen bichos raros, sobre la amarga soledad de los que saben más que el resto y no han hecho sino marcar el paso. Él mejor que nadie sabía lo que había hecho con su vida, sus silencios hablan mejor que sus insustanciales discursos. Yo lo miraba y sabía que aquella es a penas una de las tantas formas que tenemos de gastar la vida.
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