Lars von Trier es un director provocador. Fundador, junto a Thomas Vinterberg, de un movimiento cinematográfico (Dogma) muy difícil de seguir y que sin embargo fraguó escuela. En esta, su segunda película, pone en aprietos al espectador que no pocas veces piensa en dejar de mirar su propuesta artística. Un grupo de jóvenes que avecindados en una casa en venta se propone contactar con el idiota interior que todos llevamos dentro. La propuesta es arriesgada pues algunas veces se atreven a llevar su experimento a lugares públicos como un restaurante o una piscina. Choca ver a buenos actores pasando de la citada idiotez a la "normalidad" más absoluta. Llama a reflexión, no cabe duda, pero también ofende y desafía abiertamente los hipócritas usos sociales que nos definen como civilizados.
El personaje de Karen (Bodil Jorgensen) somos nosotros invitados al juego. Ella es la única (lo entenderemos al final de la película) en correr el riesgo de no querer volver a una vida normal entre un grupo de personas que dicen tener buenas intenciones en relación a lo que hacen siempre y cuando para ello no haya algo realmente importante que arriesgar. El movimiento Dogma impone una actuación sin libretos, escenografías, ni iluminación artificial entre otras condiciones que no son fáciles de seguir. El espectador permanentemente es consciente de estar presenciando una farsa (micrófonos que pueden ser vistos en las escenas, personas, en lugares públicos, que de modo alguno podrían haber ignorado la cámara que les estaba grabando) pero también, si tiene la motivación para hacerlo, se quedará a esperar qué es lo que depara el final.
Este tipo de películas no son obras de arte y tampoco son basura. Son ejercicios muy validos de cuestionamiento, provocación en estado puro y quién sepa de la obra de este director danés sabrá que muy rara vez una de sus películas pasa inadvertida. Es un egolatra, un misogeno, un cínico que hace votos de castidad muy difíciles de cumplir. Pretende que creamos que lo que vemos es real y durante largos ratos lo logra; merito que sin duda pertenece a los tremendos actores que elije para cada uno de sus proyectos en general y para este en particular. Los idiotas indigna cuando no emociona y eso no es posible pasarlo por alto. Tiene momentos ineludiblemente incómodos o delirantes si es que nos detenemos a pensar en la perdida de la libertad que en algún momento hemos otorgado a cambio de formar parte de una sociedad jerarquizada a la vez que estructurada.
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