Los
primeros libros que leí eran bastante inocentes. Cursaba por entonces el
segundo básico; Juan Lucero, el chico rudo del curso, llevó a la clase dos
libros con el fin de presumirlos a la profesora; eran Papelucho y Corazón.
El primero escrito por la chilena Marcela Paz; una abuelita a la que le
gustaba imaginar que era un niño (y que lo hacía demasiado bien, por cierto) y
el segundo; un verdadero clásico universal escrito por el italiano Edmondo
De Amicis.
Me acuerdo que, de alguna forma, tomando en
cuenta de que estaban cercanas las vacaciones de verano y el receso de los
deberes escolares, conseguí que Juan me prestara sus libros para leerlos. Desde
entonces el maravilloso hábito de leer me ha permitido incontables momentos de
emoción y de alegría. La lectura me ha facilitado códigos para mejor llevar el
trauma de ir creciendo, primero en estatura y edad, luego como persona.
Leer no siempre es para evadirse; a veces
también conviene leer para apreciar las cosas desde una perspectiva distinta;
por eso para mí fue una fiesta que entre mis primeros libros se sumaran muy
pronto fábulas escritas hace miles de años por variados señores al parecer muy
sabios, Cuentos chilenos como los de Mariano Latorre, Manuel Rojas
y Baldomero Lillo, además del Manifiesto comunista y La Biblia.
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Es casi seguro que el único libro que yo podía
encontrar por entonces en la casa de mi mamá fuera aquel rechoncho volumen de
hojas muy delgadas. Un libro que no debiese faltar en el hogar de quien se
define a sí mismo como creyente (y mi madre ¡vaya que creía!). Un libro que
incluso al día de hoy para muchos sigue siendo un libro sagrado.
La Biblia;
recuerdo que dediqué muchas horas e intentos a su lectura; la primera vez que
traté de entenderlo era muy niño (me cansaron sobre manera la abundancia de nombres)
sin embargo hice el intento pues en ese libro suponía que podría encontrar los
fundamentos para entender la manera de pensar de mi madre.
El antiguo
testamento me dejo pasmado; según el Génesis no había existido la prehistoria
que tanto me intrigaba, el conocimiento debía ser duramente castigado y para
caerle bien al Creador había que obedecer antes que sentir o dudar. Resultaba
inevitable que me quedara con la impresión de que a aquel padre al que mi mamá
decía que se debía amar se le debía temer, ante todas las cosas.
El nuevo
testamento, se supone, debiese entregar un poco de paz; eso al menos hasta
haber leído el apocalipsis. Aquellos evangelios no lograron convencerme nunca
de que las cosas fueran así de simples.
Afuera,
mientras yo intentaba entender La Biblia,
eran humillados miles de seres humanos, sufrían niños que no tenían por qué
pagar los pecados de sus adultos (fueran o no bautizados), había gente que
trabajaba cual si fuesen bestias mientras otros menos inocentes usufructuaban
aprovechándose de tanta ignorancia. Esto, según La Biblia, de todas maneras, no
era lo peor que podía pasar…al infierno irían aquellos que renegaran de todo
cuanto en este libro se dice, quienes cuestionasen los designios de un Dios que
le otorga el reino de las tierras a los poderosos y les reserva el reino de los
cielos a tantos que siguen sin tener otro consuelo que creer en que esto puede
ser cierto.
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