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La revolución con sabor a empanada y vino tinto


 Ciertamente, para la comunidad internacional, era llamativo que un gobierno socialista llegase al poder a través de votos. No debió serlo para el veleidoso historial democrático del país que, después de tres intentos, le dio el triunfo a Salvador Allende, eterno candidato del partido socialista. Pudo hacer sido en 1952 y no hubiese pasado nada. Otro gobierno con vocación popular como lo fueron los de Arturo Alessandri o Pedro Aguirre Cerda. Allende, según sus biógrafos imparciales era un hombre de profunda convicción democrática y hubiese pasado a la historia como uno más de los presidentes que, proviniendo de una clase acomodada, tenían un verdadero compromiso con la solución de los incontables problemas económicos y sociales que desde siempre han afectado a su país.

Mal momento para triunfar. Tras la revolución cubana, tras el mayo del 68 en Francia, en el momento más fogoso de la Guerra Fría. El clima mundial venía caldeado de sucesos históricos, los jóvenes con conciencia social ya nunca más volverían a ser aquello que eran antes de la década del sesenta y Estados Unidos, por nada del mundo, permitiría que Latinoamérica se convirtiera en un emparedado de color rojo teniendo a Cuba por la parte de arriba y a Chile por la parte de abajo. Antes de que ganara la Unidad Popular ya habían comenzado las gestiones para que no durase ese “peligroso” gobierno. El primer año de gobierno (1971) fue esplendoroso en muchos aspectos para los trabajadores, trabajadoras, niños y niñas que pertenecían a las clases menos privilegiadas del país. Aquello fue, qué duda cabe, parafina en el fuego de aquellos que temían el arribo de la dictadura del proletariado.

Los discursos eran incendiarios, de uno y del otro lado, el problema es que ninguna revolución política pudo ser ni será sin armas y la revolución con sabor a empanada y vino tinto de la Unidad Popular nunca tuvo un verdadero sustento en las armas. Solo discursos apasionados, idealismos y que, aunque bonitos, poco o nada tenían que ver con la idiosincrasia de la mayoría de los trabajadores y trabajadoras que se habían ilusionado con aquella segunda independencia. Segunda independencia que no hizo otra cosa que incomodar a las transnacionales y a las clases acomodadas del país. Las expropiaciones dolían, la nacionalización del cobre dolía, la escuela unificada incomodaba, así como incomodaban las multitudinarias muestras de adhesión al gobierno en las calles y en las urnas. El país que siempre fue extraño fue más extraño que nunca en aquellos años en que el presidente nunca encontró el camino adecuado para gobernar. Lo fastidiaban sus enemigos y lo fastidiaban sus amigos. Durante mil días tuvo en contra a rivales y aliados políticos, no todos, porque nunca nada es color negro o blanco. Las personas humildes, en su mayoría, estaban con el compañero presidente, pero eso en realidad no alcanzaba para hacer una revolución.

La inflación se disparó (“Vamos hacer aullar la economía chilena” había vaticinado Richard Nixon, presidente de Estados Unidos, cuando Allende no llevaba siquiera un año de gobierno), las diferencias que se habían manifestado mediante encendidos discursos hacía rato ya que se habían transformado en diferencias que se expresaban por medio de la violencia armada. Violencia armada que se manifestaba en desigualdad de condiciones por cierto pues tanto los atentados como el manejo de armas por aquellos años eran, mayoritariamente, responsabilidad y privilegio de los opositores al gobierno de la Unidad Popular. Las alianzas políticas nunca se afianzaron del todo, los aliados extranjeros del gobierno (entiéndase Cuba y Rusia) incomodaron mucho más de lo que apoyaron, no así los aliados de los opositores que con gran eficacia financiaron a partidos políticos, grupos paramilitares, medios de prensa, empresarios y sindicatos de camioneros.

Claro que una revolución así era y es insostenible. De poco sirvió el compromiso del arte, las mejoras en salud y en inversión social. Las fábricas ya no estaban trabajando, las personas de una misma familia ya no estaban conversando, era un país fraccionado e intervenido pero no por los que afianzarían la dictadura proletaria, esos miraban caer lentamente este experimento de marxismo de población; sino que por aquellos que, contando con los recursos que contaron siempre, propiciaron un ambiente insostenible con miras a que las Fuerzas Armadas reestablecieran un orden que no solo era social, sino que también debía ser profundamente económico y clasista de manera de devolver el poder a quienes, tras la elección de 1970, lo habían perdido.

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