Me siento a salvo; cinco días a la semana y cuatro semanas laborales al mes. El costo es bajo; lavarla de vez en cuando, procurarle un lugar en donde espere doblada para ser usada en las mañanas que son frías y en algunas tardes en que el camino de vuelta es inevitablemente fresco. La bufanda no me la dio la persona que trabajaba en un Banco, me la dio una señora que la tenía en su casa y que no quería que yo pasara frio mientras ejecutaba aquel extraño habito de caminar cuando arrecia el viento por las tardes. La señora no pensaba que después de tantos años yo seguiría usando esa bufanda azul marino oscura de polar; pensaba que yo la cambiaría por otra. Pero no; es la única bufanda que he usado en mi vida. Es la única bufanda que sabe que sonrío enternecido de ver a algunas de las personas mayores que van rapidito camino a sus trabajos. La única bufanda que retiene las palabrotas que hubiese destinado a aquellas personas agresivas a las que les dedico una mirada entrecortada por la visera de la boina pero nunca se dan cuenta.
La seguridad; esa seguridad que creemos encontrar, las personas que todavía usan mascarillas y yo, que uso una bufanda y una boina griega, no es tal. No existe en medio de tanta gente que desconfía la una de la otra. Tampoco existe en las largas calles donde arrecía el viento. Existe, tal vez, un simulacro de seguridad. He visto mis ojos mirándome en el reflejo de los cristales; los del tren subterráneo y el de los vehículos que pasan tan rápido como les es posible de regreso a sus casas. He visto mi boca chueca asomada en los descuidos de la bufanda. Esos ojos que me miran, mis ojos, esa boca, mi boca, que nada dice a quienes poco o nada saben de las ideas que me hacen caminar tanto, llevan un control muy estricto de lo que miro y digo cuando pretendo ser honesto conmigo mismo.
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