En mi pueblo había un anciano que no conocía de términos medios. Algunos lo amaban con indisimulada pasión; lanzaban pétalos a su paso y procuraban cubrirlo del sol con grandes ramas arrancadas de los árboles, otros, lo miraban con recelosos pensamientos. Esos otros eran los que se sentían dueños de las leyes del conocimiento.Cuando el hombre pasaba, murmuraban y se teñían de una envidia que nosotros los imperfectos no entendíamos.
Al anciano le oí decir un día, cuando yo era niño, que algunos consagraban su tiempo a racionalizar los por qué de la vida y en este intento, alcanzaban amplios niveles de conocimiento, pero de nada les servía el conocer si no aprendían acerca de cómo usar ese conocimiento.
No sólo cuando hablaba era un enigma este anciano, también cuando despreciando a los sabios de los templos, perdía su tiempo conversando con los niños o cuando iba a comer de lo poco que comían los marginados bajo los puentes.
Cuando alcancé mayores años fui matriculado en la única escuela de mi pueblo, entonces tuve que rodearme durante largas jornadas de educadores que decían amar a aquel hombre; pero tenían miedo de parecerse a él. Siempre fue más seguro parecerse a los dueños del conocimiento. Vi pasar a muchos por las aulas de esa única escuela de un pueblo que además era demasiado pequeño como para importarle a alguien. Cada cierto tiempo, nos traían novedades de la ciudad. Venían señores que nos decían como se debían hacer las cosas; ellos nos ordenaban los actos y los pensamientos.
Pero por alguna extraña razón a muchos de nosotros, los imperfectos, los que no queríamos dejar de mirar al anciano, nunca lograron ordenarnos los sentimientos. Debe ser porque aquel anciano nos enseñó a guardar lo que realmente importa en un lugar que desconocen los que creen conocerlo todo. Nosotros, los imperfectos, oíamos a los señores de la ciudad como quien oye la lluvia cuando nos dictaban como debíamos pensar y actuar los niños. Los que miraban hacía el brillo de los cargos, se esmeraban en demostrar cuánto sabían para que los que sabios de la ciudad los vieran y para que los que no saben, los admiraran; ellos no conocían del lenguaje del corazón, no sabían que nosotros queríamos que las personas se miraran a sí mismos para que supieran por qué es tan valioso aprender de los otros. Nosotros siempre supimos que era mejor escuchar que hacerse escuchar.
Los imperfectos, dudamos y nos equivocamos, fue por eso que recordé al hombre al cuál mis mayores llamaban El Maestro cuando abandoné aquella escuela. Porque él, cuando teníamos miedo de equivocarnos, nos facilitaba las cosas. Nos hablaba de amor y no de envidias, nos contaba parábolas y no se ocupaba de prepararnos para competir con nadie. Él nos enseñó que aprende el que es capaz de amarse a sí mismo y por ese sencillo aprendizaje, el que aprende también es capaz de enseñar a los demás.
Nunca fue un secreto que yo formaba parte de los niños que se sentaban alrededor del anciano, por eso terminé por partir, pero sí lo es que a veces me he atrevido a querer ser como él y me he rodeado de niños a pesar de conocer tantos libros.Él no podía entrar a las oficinas públicas, pues vestía harapos y sin embargo, nunca lo vi amargado por ello. Él buscaba el reposo a las cosas complejas de este mundo hablando con la emoción que hablan los niños y nosotros con la misma emoción lo escuchábamos.
Hasta nuestro pueblo las buenas nuevas siguieron llegando y las personas de mi pueblo siguieron eligiendo cuánto querían ser. Él los veía materialmente crecer, y ambicionar cada vez un poco más, pero no decía nada. A veces nos contaba que es más difícil saber quién eres que hacerles creer a los demás lo que no eres.
Yo formo parte de los imperfectos y me he gastado la vida intentando ser feliz, quiero entender más que saber; eso aprendí cuándo era niño y los niños de mi pueblo, aunque pobres todavía lo entienden.
Me gustan los niños- decía El anciano- antes de ir a dormir bajo los puentes- porque son los sabios con menos prejuicios que yo conozco.
Queramoslo o no somos maestros y tenemos la capacidad de obtener ese conocimiento que es entre otras cosas el entendimiento, inteligencia, razón natural. Hay muchos maestros por ahí alrededor nuestro que tambien forman parte de los imperfectos. Todos somos una mezcla de seres con muchas capacidades intelectuales y de emociones , sentimientos y sensibilidades. Yo no me quisiera categorizar entre los imperfectos sino mas bien entre los tiernos sensibles. A veces veo caminar muertos una ciudad en donde deambulan cerca nuestro, deambulan y no se qué piensan o sienten, estos muertos tienen la capacidad de hablar y es en esa sensibilidad de mis oídos y de mi ternura donde no hay cabida a tantas palabras ni entendimiento que quepa en mi, ellos son muy seguros y creen saber por conocimiento aprehendido,entonces es cuando hay que deambular hacia el otro lado, el contrario ese que te lleva a la soledad buscada y que muchas veces cuesta encontrar. Es cierto que hay alguno que otro que me acompaña pero a veces siento que ese que me acompaña algun dia que otro está muy ocupado en observar y busca y busca.Él es un sabio tiene mucho conocimiento y tambien mucha sensibilidad, sabe combinar ambas cosas y tambien aprendió de otros maestros. Querido amigo quizás no era el comentario que esperabas pero no tengo otra forma de hablar suelo entender desde la vida, de la experiencia, del dolor,de muchos errores y caídas, de mirar bajo la tierra y comer petróleo para luego levantarme y volver a cantar como la cigarra. Sólo se de mirar el corazón y se distinguir a quien le ha tocado vivir a concho pero debo rescatar que ha habido maestros verdaderos de los cuales logré aprender a escuchar y tambien a callar.
ResponderEliminarNo es necesario ser maestros para enseñar o aprender...basta con ser humildes. Gracias por tu comentario.
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