En mi pueblo había un hombre religioso. No era político, no era sacerdote, no era importante...era un hombre religioso.
Algunos ancianos lo querían porque los iba a ver a sus lechos de muerte con las necesarias palabras de su religión, en cambio, otros ancianos decían que solo era un ladrón de tierras. El hombre religioso siempre sonreía; pretendía en todo momento aparentar felicidad.
Algunos ancianos lo querían porque los iba a ver a sus lechos de muerte con las necesarias palabras de su religión, en cambio, otros ancianos decían que solo era un ladrón de tierras. El hombre religioso siempre sonreía; pretendía en todo momento aparentar felicidad.
Los niños del pueblo no lo soportabamos porque aquel hombre había olvidado lo que era ser niño: Él entre adultos era compuesto, era muy educado y ya no soñaba con nada ni creía en nada que no fuera su religión. Solía, cuando podía tirarle las patillas a los niños que no hacían lo que él quería, los insultaba y menospreciaba aunque decía tener una religión; creo que nunca comprendió lo que quería decir "Dejad que los niños vengan a mí..." Todo lo humano le parecía innecesario y pregonaba que los niños cuando nos hicieramos viejos seriamos todos amargados como él.
Cuando montado en su mula, subía o bajaba el cerro para ayudarle a bien morir a los que ya terminaban su viaje por estas tierras; montaba cantando alabanzas con sus voz destemplada. Los viejos le saludaban como a uno más de ellos, los que borrachos a penas habían caído un poco más bajo que él, lo saludaban con desprecio. Las mujeres lo saludaban vigilándole los ojos, porque era viejo y era un hombre religioso, pero tenía fama de macho insatisfecho (y como se sabe, esos son los peores). Se le iban los ojos amarrados a las caderas y los pechos de mujeres a las que publicamente consideraba pecaminosas pero que en secreto su viejo cuerpo deseaba.
Cuando montado en su mula, subía o bajaba el cerro para ayudarle a bien morir a los que ya terminaban su viaje por estas tierras; montaba cantando alabanzas con sus voz destemplada. Los viejos le saludaban como a uno más de ellos, los que borrachos a penas habían caído un poco más bajo que él, lo saludaban con desprecio. Las mujeres lo saludaban vigilándole los ojos, porque era viejo y era un hombre religioso, pero tenía fama de macho insatisfecho (y como se sabe, esos son los peores). Se le iban los ojos amarrados a las caderas y los pechos de mujeres a las que publicamente consideraba pecaminosas pero que en secreto su viejo cuerpo deseaba.
Los niños lo teniamos que saludabar porque él siempre estaba en todas partes, y conocían a nuestros abuelos y a nuestros padres y porque todos en el pueblo hablaban de él. Era uno de los pocos al que todos conocían y para bien o para mal, en aquel pueblo, los adultos de todos hablaban mal, y nosotros bastante de eso habíamos aprendido. De todos modos de uno de los que se hablaban más pestes era de aquel hombre religioso, quizás porque en ese pueblo fingir que se era bueno era hace rato una perdida de tiempo. 

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