Aquella sonrisa – la de ella – me ha acompañado desde entonces. Extraño, además de muy tierno le pareció que yo me hubiese quedado paralizado cuando ella me quiso dar un beso. Claro está, las excusas no se hicieron esperar. Me vi obligado a confesar que lo del beso me había encontrado desprevenido siendo aquella la primera vez que salíamos juntos, ella paciente se manifestó dispuesta a esperar.
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¿Qué clase de depredador no
conoce la mecánica de los besos apasionados? Me preguntaba yo para mis
adentros.
No era ni soy más que un quiltro, un perrito abandonado en su puerta y
ella es la veleidosa felina que, escondida detrás de otras muchas puertas,
egoístamente se deja querer.
Esta fábula de amor se fue escribiendo así misma a lo largo de tres
años, treinta y seis meses, 144 semanas y aproximadamente 1008 días de ternura,
confesiones, descubrimientos e incertidumbre. Nunca había hablado tanto con una
persona como hablé con ella durante aquellos tres años.
Lo de los besos, quedó resuelto a la segunda cita; desde la tercera fue
mirarnos, evidenciarnos, escucharnos y después besarnos, besarnos mucho… fue
entonces que empezamos a sentir que nuestras mutuas existencias eran muchísimo
más que un sueño que, al mismo tiempo, ella y yo estábamos soñando.
III
Cuando es mucho lo que se ha dudado, cuando se
ha hablado a riesgo de precipitarse al tedio, cuando se han estudiado las
miradas y los gestos y se tiene la certeza de que a quien le ofrecemos nuestras
gentilezas y nuestras imperfecciones se hará responsable, tanto de nuestra
alegría como de nuestras escondidas tristezas; es tiempo de quedarse juntos, de
intentar escribir algo que al menos se parezca a aquellas tontas historias de
amor que vivimos esperando o al menos a esas uniones por costumbre tan propias de
nuestros padres.
Por un periodo largo nos auto convencemos
de lo que creemos que somos, de lo que nos empeñamos en juzgar que debían
pensar de nosotros los demás, cotidianamente descuidamos lo que realmente
queríamos ser.
Ella una felina de buena casa, yo un
quiltro de ninguna calle definida. Ella caprichosa, yo torpe e inexperto con
respecto a los buenos modales.
Ella hermosa y perfumada, yo tosco, no
habituado aún ni al agua ni a los buenos olores.
Desde el comienzo sabíamos que no nos
parecíamos en nada pero nos gustábamos con una fuerza que no vino al caso
seguir racionalizando. Delicadamente ella me fue acicalando, delicadamente la
fui yo despeinando.
Nos casamos un día (con todo y papeles, si
es que alguien creía que algo quedaba en nosotros de inteligencia todavía).
Buscamos un lugar donde dos tiernamente pudiésemos ser tres porque, en esa
parte de la fábula, dentro de ella comenzaba a crecer la más bella razón para
no dudar otra vez.
La noticia la recibimos a principios de uno
de aquellos inviernos que comenzaban a ser más fríos. Acostumbraba decirle que
ella era como un solcito, que erradicaba en mis pliegues la evidencia de
sombras y la amenaza de cualquier variante del frío.
Dentro de aquella cálida existencia que había traído consigo una paz y detalles que yo no conocía, ella llevaba lo que comenzaba a ser tres. Lo único que podíamos entender, desde aquel invierno, como un universo entero donde comienzo y final seriamos nosotros; felices de interactuar, agradecidos de la compañía y las sugerencias de los otros pero nosotros…ineludiblemente nosotros.
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