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Cuando en el mundo hay todavía tanta pobreza, tantos dramas humanos; cada día se hace más necesaria la evasión. Necesitamos ver el mundo con otros ojos, verlo todo de una manera despreocupada porque qué duda cabe, todo lo que pase en una pequeña aldea a largo o corto plazo, repercutirá en nuestra propia aldea.
El peligro está en hacer de la evasión un credo de cada día. Desde el comienzo de los tiempos hemos buscado olvidar el dolor, el cansancio o la pobreza viviendo vidas que no son las nuestras. Cada vez más personas llegan a la sencilla conclusión que nos dice que son tantos los problemas que tenemos que superar a diario que no viene al caso preocuparse de los problemas ajenos; esta es la filosofía del individualismo, una filosofía ajena a la razón de ser de la mayoría de las artes.
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Las canciones que hablan de amores sufridos, que repiten un mismo estribillo desde siempre son las que la gente mejor recuerda. La música del verano, los bailes que definen a cada época. Todos aquellos acordes que dicen muy poco, son los acordes de que marcan la vida de la mayoría de las personas. No son precisamente cómodos aquellos cantores que nos recuerdan el sufrimiento que de tantas formas el mercado busca hacernos olvidar; definitivamente, no es algo que estimule a las masas la música puesta al servicio de una causa social.
Es verdad que cada cierto tiempo, alguien nos recuerda que hay asuntos que entre las personas aún siguen estando pendientes, que la música con contenido viene y se va porque es mucho más lo que vende aquello que nos ayuda a olvidar, la música que nos conecte con los días y las horas en que fuimos felices. La nostalgia de lo bello, de lo inocente eternamente seguirá siendo mejor recibida que aquellas manifestaciones artísticas que nos recuerdan la tristeza, el desamparo y el olvido al que tan naturalmente cada vez menos nos entregamos.
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No cabe la menor duda de que a partir de mediados del siglo xx la evasión tiene una reina absoluta, una fábrica de realidades paralelas y el santuario más convincente que cualquiera de los devotos hubiese añorado alguna vez, una ventana cada vez más grande que dicta la manera en que las masas deben vivir y entender las cosas. Me refiero claramente a la televisión. Cuando ella entró en nuestros hogares se acabaron para siempre las desigualdades. Aparentemente ricos y pobres vemos lo mismo porque la televisión es profundamente democrática.
Años de ensayo y error parecen confirmar que mientras más liviano los contenidos mejor es el resultado para todos. El cansancio acumulado tras inhumanas horas de trabajo se compensa con conversaciones banales, exaltación de triunfos o derrotas en deportes que casi nunca practicamos, vidas que aunque no nos pertenecen, terminamos inevitablemente considerando como referentes para nuestras propias vidas. En la televisión, sin necesidad de otra entrada que no sea la cuenta de la luz eléctrica pagada a la fecha, podemos ver las películas que por incontables razones no pudimos ir a ver al cine. Eso sí, en la televisión casi nunca se exhiben películas que hagan pensar, no se financian programas que enriquezcan verdaderamente nuestra cultura principalmente porque son muy pocos aquellos que los ven. Los noticieros permanentemente muestran delitos, pero no las causas, las telenovelas nos permiten presenciar las desdichas de otros bajo el acuerdo tácito que siempre para los buenos llega un final feliz y para los malvados un castigo ejemplar.
Existe algo llamado servicio de cable, pero, poco a poco el poder de la oferta y la demanda, la inevitable necesidad de evasión ha ido tornando propuestas culturales en aquel credo tan antiguo de que lo que permanece es lo que vende y no aquello que haga pensar más allá de lo económicamente adecuado.

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