Cuando era niño me provocaba un indescriptible emoción oír las interpretaciones del conjunto Quilapayún en un disco que este año cumple cincuenta años y que es manifiesto de un país que pudo ser pero que definitivamente nunca será. Basta yo lo conocí como un casete, como un casete pirata con una caratula que mostraba una mancha oscura sobre una cartulina celeste que muchos años después (al ver el arte del disco original) vine a enterrarme de que era un ave malherida y puede que muerta.
Fue en aquel casete que escuché por primera vez el Bella Ciao, que me estremecí con A la mina no voy o que me sentí conmovido por Las coplas de baguala. Me acuerdo que escuchaba aquellas canciones muy seguido, no en volumen alto pues aquello no estaba permitido. Repetía los versos de Patrón como quien repite una oración que lo libere de los males que son males verdaderos o no males inventados por otros que quieren que sintamos culpa.
Me envalentonaba oír lo desafiante que podía ser una canción como La carta, orgulloso de haber conocido en persona al hermano de Violeta al que le habían escrito esa canción, reconocer cuánta razón podía llegar a tener esta mujer esencial en nuestra historia cultural al escribir algo como Porque los pobres no tienen. Parte de algo muy grande llamado América por saber que La muralla era un poema de Nicolás Guillén y que Carabina 30 - 30 era un corrido de la revolución mexicana.
Sentir tristeza al comprobar que la historia es cíclica y que aquello que se celebraba en la Cueca de Balmaceda tendría para el gobierno que vendría al año siguiente de aparecer el disco (1970) una significación incluso más catastrófica. Por montañas y praderas marchaban los sueños de muchos que alguna vez creyeron que la revolución nos liberaría. Que la gaviota o las aves malheridas podrían volar sin fronteras algún día.
Cosas como estas ya no se ven con los mismos ojos en estos tiempos, sin embargo me alegra que haya existido un tiempo en que obras como estas si podían ser ciertas.

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