En momentos de crisis es posible contemplar lo mejor y lo peor del ser humano. Cuando las crisis son pasajeras, los actos se diluyen ahogados por lo cotidiano, lo superficial del día a día en que no resentimos la falta de luz que solemos atribuirles a los momentos de eso que llamamos normalidad. Cuando hay crisis, la que sea: económica, social o de salud, por nombrar algunas de las recientes, tememos a sucumbir, a no ser capaces de sobrellevar las duras embestidas de lo que sea que esté pasando.
He visto personas exigiendo ser
respetadas más por lo que significa el trabajo que hacen que por ser personas;
personas a las que se supone ya no les debiésemos tener ningún tipo de respeto
por el solo hecho de formar parte de los estamentos duramente cuestionados tras
la severa crisis de lo establecido mostrando que más que grises funcionarios,
son más personas que aquellos que atropellan e insultan en nombre de los
derechos de las personas. Este es un mundo raro; siempre lo ha sido y en tiempos
de crisis no tendría por qué ser distinto.
Ejemplos de lo que escribo
tenemos a montones. No estoy por exponer el caso de nadie, más bien quisiera
detenerme en la reflexión acerca de qué es lo que aflora en cada uno de
nosotros en estos momentos de crisis de los que estoy escribiendo. Si nos
diéramos la oportunidad de mirarnos a nosotros mismos qué sería lo que
veríamos; la prepotencia de los que tienen miedo a no encontrar argumentos
frente a lo que exponen, el sinsentido de aquella que pide que se respete la
fila y goza impunemente de la forzada situación que le permite a ella, gracias
a su cada vez más insoportables gritos, ser atendida antes que una persona que
estaba antes que ella en la fila, pero que esperaba en silencio.
He planteado que también
podemos contemplar lo mejor; que alegría por aquellos que haciendo esta
revisión pueden contemplar el gesto amable en sí mismos, la certeza de que el
cargo o la profesión poco o nada aportan a mejorar ningunos de los aspectos de
la crisis. cualquiera que esta crisis sea. La persona que súbitamente descubrió
que gracias a la crisis cuenta con más tiempo para esperar y le cede su lugar
en la fila a quién claramente, y sin hacer escandalo alguno, espera su turno en
la fila en un puesto que en nada favorece ni sus dignas necesidades ni sus
secretas urgencias. Lo más terrible en una crisis no suele ser la crisis en sí
misma, es el cómo nosotros nos compartamos sumidos en aquella crisis.
A quienes abogan por la justicia afectados aun por lo injusto, quienes pretenden acabar con la violencia haciendo uso de una violencia mayor; una que no le permita al cuestionado ni siquiera defenderse. Es posible apreciar con mayor claridad las proporciones de nuestros actos como sociedad en las crisis que en la normalidad. La normalidad no pocas veces es pactada, un oasis de calma establecido sobre las miserias que ocultamos bajo la alfombra que pisamos. De allí que es una alegría cuando somos testigos de un acto que nos recuerda que, por difíciles que sean los momentos de crisis, somos y compartimos aquellos segundos o minutos, que inoportunos se tornan a veces en horas, con otras personas que exteriorizan con toda claridad aquello que decimos que no queremos ser pero que no pocas veces somos mucho más de lo que nos atreveríamos a reconocer.

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