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Con una madre que encontró toda la fortaleza que necesitaba para salir adelante con dos hijas y un hijo, sin estudios y con una casa por pagar, en la fe hacía el Dios del que le había hablado su propia madre. Con hermanas que buscaron pertenecer, con suertes dispares, no sólo a una sino o dos o tres iglesias, sería un despropósito asegurar que me mantuve ajeno a las religiones en mi infancia. Mi mamá
nunca nos impuso sus creencias religiosas; alguna vez nos llevó a un par de
iglesias para que supiéramos de los evangelios, pero nunca impuso obligación
alguna con respecto a creer o a no creer.
Por otra parte,
estaba nuestro medio padre; él vociferaba su ateísmo, la improbabilidad de que
se alcanzara el bienestar de todos los hombres, mujeres y niños de otra manera
que no fuera el comunismo. Tampoco nos impuso nada.
Tanto la
una como el otro profesaban su fe para sí mismos, con miedos propios y
esperanzas que nunca se cumplieron del todo.
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En la escuela
tuve mis primeros problemas con aquello de la fe; el profesor de religión
terminó por aceptarlo, mi mamá lo achacaba a las malas influencias de mi medio
padre; yo lo entendí como algo natural debido a la lectura y las muchas
conversaciones, lo mismo con creyentes que con sobrevivientes. La religión la
mayor parte del tiempo ha sido para mí una muy exitosa fórmula para apaciguar y
consolar a aquellos a los que no les pertenece el reino de la tierra. Nunca he
tenido verdadera fe en ningún credo; suelo pensar que son porque existe el
oportunismo y la culpa de las personas, que le dan tonalidades a la oscuridad
que habitualmente se extiende sobre las civilizaciones del mundo. Hubo y hay
quienes oscurecieron y siguen oscureciendo al mundo y quienes los iluminan con
sus actos. Hay miedos y vacíos que no han sabido llenar nunca del todo las
religiones que las civilizaciones se han procurado. Demasiado nos cuesta asumir
ésta como nuestra única oportunidad de aprender, de hacer más bien que mal; nos
cuesta mucho resignarnos y aceptar que no somos superiores a las otras especies
con las que nos negamos a compartir la Tierra. Nos cuesta tanto asumir que no
fuimos creados para reinar sobre aquellos a quienes consideramos inferiores.
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No tengo ningún tipo de problema con entender que
algo se gestó en el cerebro del homo sapiens cuando repentinamente
comprendieron que había demasiadas cosas que no alcanzaba a comprender. Que las
mujeres y los hombres, hayan aparecido donde hayan aparecido, a través de la
extensa fas que solía ser la Tierra antes de la antigüedad, le tuvieron miedo
más o menos a las mismas cosas y que no faltaron quienes, comprendiendo un poco
antes, usaron aquellos miedos con el fin de no tener que trabajarle ni un solo
día más a nadie.
Quienes
comprendieron primero empezaron a pensar en aquello que trabajando de sol a
luna no tenían el tiempo ni las ganas de pensar. Escribieron seguro las
primeras tablas y cueros sagrados que los cuerpos y las mentes cansadas dieron
demasiado pronto por ciertos. Construyeron templos donde reunirse, forjaron
ídolos a quienes poder agradecerles o achacarles los caprichosos giros a los
que les sometían el clima, el agua y las cosechas.
Parece ser
que no puede haber cultura o identidad entre grupos numerosos de gente sin
religión; que los idiomas, el color de la piel o la idea de lo que es o deja de
ser correcto une mucho mejor que el mejor de los pegamentos y por eso la fe se
entiende como la confianza o el crédito que quienes de tan cansados los cuerpos
o las mentes siguen, incluso en tiempos de súper computadoras, permitiendo que
otros piensen por ellos. Dejándose convencer por las historias y los mitos que
nos entregan todo medianamente resuelto.
Y está el
misterio de lo que ni las mentes ni los procesadores más avanzados saben
todavía cómo explicar. Aquel ápice de lo no pensado, lo no explicado por los
números y las formulas con que casi todo lo puede explicar la ciencia. Está
aquel imponderable del que recibe al fin de sus días lo que sin duda alguna
merece, el enigma de condenados a muerte que de puro irracionales han podido
vivir aferrados a eso que llaman fe como quien se aferra a un flotador en un océano
que cada día es más ancho y profundo. Están los que no pretenden convencer a
nadie, los que han aprendido cómo es que se hace para amar en tiempos de
desconfianza.

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