En mi pueblo había una asamblea y una parroquia. Un pastor y un cura; pero era imposible una sola visión con respecto a Dios. Los domingos algunos de los habitantes del pueblo caminaban con rumbo a la asamblea y otros a la parroquia. Nunca se cruzaban camino al inicio de sus fiestas del espíritu porque obedecían a distintos horarios. El rebaño del pastor se reunía a las 9:00 horas y los fieles del cura, a las 11:00 y aunque hablaban casi de las mismas cosas nunca fue posible que se juntaran bajo un mismo techo. Públicamente el pastor y el cura se mostraban y se declaraban hermanos, pero en la intimidad, permanecían pendientes de las movidas del otro como si jugaran una partida de ajedrez y nosotros, el resto del pueblo, fuéramos los peones. El alcalde y su señora eran el rey y la reina y ambos contendores ambicionaban ganarlos para su causa pues era muy poco relevante jugar solo con piezas de poco valor. Los mercaderes y los ricos recibían un trato especial en los templos de aquellos