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El odioso


Había en mi pueblo un hombre que los odiaba a todos. Salía poco a la calle porque no confiaba en nadie, para él todos eran infelices y deberían morirse. No era un hombre mal parecido así que era muy difícil encontrarlo solo, además tenía una bella sonrisa; era una sonrisa impostora, en el buen sentido de las palabras. Sonreía este hombre y era muy afectivo con todo el mundo, eso por fuera, pues mientras abrazaba o estrechaba una mano, pensaba en mil maneras en que el saludado debiese morirse.

Quienes lo conocían hace más años contaban que nunca sintió verdadero amor por nadie; solo se le conocía un solo verdadero amor: su madre. Amaba a su madre de manera exagerada. Ella era comienzo y fin en su vida; las esposas podían ser abandonadas, los hijos podían ser olvidados, pero la madre, la madre era sagrada.

Viviendo como vivía no es nada raro que sufriera de carencia de alegrías. No tenía un trabajo estable porque nunca había terminado sus estudios y no duraba mucho en ocupación alguna porque él era muy gente como para estar dándoles los pulmones a patrones desgraciados (según sus propias palabras). Su problema no era vivir con su odio creciendo para adentro; de hecho muchos en mi pueblo habían aprendido a sonreir con la boca y a maldecir con los pensamientos; el problema radicaba en no haber aprendido nunca a amar a otra persona que no fuera su madre. Un extraño complejo de Edipo al cuál jamás encontró respuesta

Pero él no se consideraba deshonesto, según él mentía solo por instinto de sobre vivencia; y es que en el fondo, era una buena persona. Se compadecía del dolor ajeno por lo que se declaraba socialista y era un soñador consumado, por lo que resultaba demasiado fácil estafarlo.

Era un tipo muy agradable, lástima que no se llevara bien con nadie. Había días en que ni él mismo se soportaba.

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