M i mamá es una mujer admirable. Ya sé que esta es una frase típica para referirse a una madre, pero es que la mía, apartada de aquella devota imagen que tanto impone nuestra sociedad cristiano-machista al hecho de ser madres, de verdad que lo es. Cuando iba a la escuela y no había acabado siquiera el segundo básico, tuvo la mala idea de decirle a mi abuelo, que era de esos patriarcas a la antigua, que no le gustaba estudiar; entonces su papá que no era como son los padres de ahora la mandó a trabajar. Había cumplido recién los ocho años cuando ya era una sirvienta experta, chalupiando los años llegó a sus diecisiete abriles entonces, en días de amigos y malones, llegó a la casa de mi abuelo el que sería mi padre (o pudo ser, pero esa historia es para después) era amigo de uno de los hermanos de mi mamá. Si tomamos en cuenta que era el abuelo quien iba cada fin de mes por casi diez años a cobrar los sueldos de su hija, no era para nada extraño que al ver que un mozuelo mostraba, digamo