Nunca he sido particularmente bueno para bailar y no me queda más que reconocer que las canciones del casete estuvieron muy, pero muy cerca de hacerme detener tanto pensar las cosas, tanto leer para moverme, reírme y no quedarme afuera, como dice una de las canciones más pegajosas de Gilda. Gilda era muy bella; cuando supe que estaba oyendo la dulcecita voz de una mujer, madre y ex maestra jardinera que había muerto, de manera trágica, no pude hacer otra cosa que escuchar su voz una y otra vez.
Por entonces hacía poco que me había enamorado irremediablemente de una mujer que también era maestra jardinera o educadora de párvulos, que es como les decimos a este lado de la cordillera a quienes dedican su amor, sus bailes y sus cantos a las más pequeñas personitas que pasan por nuestras escuelas haber si es que nosotros, los adultos, podemos enseñarles alguna cosa que les sea de cuestionable utilidad. Yo por entonces era profesor de tercero básico; el regalo lo atesoro mucho. Lo atesoro porque me recuerda que para amar se debe tener un corazón valiente; me recuerda que amar otorga tanto felicidad como otorga penitas que no hacen otra cosa que seguir fortaleciendo a quienes aman.
Gilda en muy corto tiempo llegó a ser una grande en su país. Algunos y algunas por esta y otras partes del mundo también la conocen. Se le ha homenajeado en telenovelas, libros y películas. Peregrinan admiradores al lugar de su muerte y es alguien demasiado importante en la vida de no pocas personas. Hay más discos de ella pero éste, que sigo escuchando con la misma emoción más de veinte años después de haberlo recibido, es y será fuente de muy lindas emociones que estoy seguro, ella quería compartir en las canciones que no solo cantaba, sino que a veces escribía para dejar constancia de que vivir y amar pueden llegar a ser regalos que nos fueron otorgados y no siempre llegamos a darnos cuenta de eso que parece tan obvio.
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