Mi mamá es una mujer admirable. Ya sé que esta es una frase típica para referirse a una madre, pero es que la mía, apartada de aquella devota imagen que tanto impone nuestra sociedad cristiano-machista al hecho de ser madres, de verdad que lo es. Cuando iba a la escuela y no había acabado siquiera el segundo básico, tuvo la mala idea de decirle a mi abuelo, que era de esos patriarcas a la antigua, que no le gustaba estudiar; entonces su papá que no era como son los padres de ahora la mandó a trabajar. Había cumplido recién los ocho años cuando ya era una sirvienta experta, chalupiando los años llegó a sus diecisiete abriles entonces, en días de amigos y malones, llegó a la casa de mi abuelo el que sería mi padre (o pudo ser, pero esa historia es para después) era amigo de uno de los hermanos de mi mamá. Si tomamos en cuenta que era el abuelo quien iba cada fin de mes por casi diez años a cobrar los sueldos de su hija, no era para nada extraño que al ver que un mozuelo mostraba, digamos, cierto interés por su hija, lo increpó una tarde preguntando si quería a la muchacha para casarse o para andar leseando. El galán, que al parecer tenía entonces en la cabeza pajaritos, respondió que para casarse. Entonces mi mamá, sin que nadie le preguntara nada, terminó casada.
Tenía diecisiete años; nada sabía de los
hombres, mucho menos de los maridos y así, sin pasión ni entendimiento alguno
se encontró con tres embarazos que le postergaron la juventud. El tiempo que
fue pasando para este inexperto matrimonio no fue de ningún modo a favor de la
comprensión; mi padre más de una vez buscó por fuera lo que en su cama no podía
encontrar y mi madre soñaba con amores imposibles que no le forzaran a madurar.
Entonces fue que ocurrió lo inevitable; a pesar de los hijos, los doce años y
los logros que habían alcanzado juntos, pudo más la inexperiencia y hubo que
separarse. Mi mamá dice que esos doce años fueron buenos tiempos, que nunca nos
faltó nada y yo puedo confirmar eso porque, aunque vivíamos en una población de
esas que llaman callampa, recuerdo que hasta llegamos a tener un pequeño
almacén.
Cuando mi papá se fue; no solo le dejó a mi mamá una hija de once, un hijo de seis y una pequeñita de dos años, le dejó una casa nueva por pagar, le dejó un pozo negro e inmenso que mi mamá no sabía cómo llenar. Se acordó entonces de lo más grande, según creía ella, que su madre le había dado, se acordó del Dios al que desde niña le ofrendó esperanzas y cantos. Refugiada en la certeza de aquella existencia que en alguna parte velaría por ella y sus hijos, tuvo que aprender de nuevo a ser hija, a ser padre más que madre, a sacar adelante sin leer ni escribir aquella historia tan incierta que se desarmaba frente a sus ojos. Trabajó días enteros, lloró la mitad de aquellas primeras noches y entendió que, si para algo sirve tanto sufrimiento pasado y presente, no es para otra cosa que no sea para llenar aquellos pozos negros que tantas veces tenemos la mala costumbre de creer que son pozos eternos.
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