* C uando todavía era niño y caminaba por el centro de Santiago, en aquellos días que parecían eternos, inevitablemente terminaba parado frente a las vidrieras de la más grande cadena de librerías de la capital. Miraba por largo rato los libros en las grandes repisas; hechizado entonces, traspasaba las puertas olvidándome de que no tenía la ropa ni la edad adecuada para entrar en las grandes tiendas. Muy poco tardaba en acercarse un dependiente que, invariablemente mirando con desconfianza mis grises vestimentas, me decía en voz baja (como para no interrumpir a los distinguidos clientes) que saliera de inmediato. Volvía otros días, anhelando no encontrar al mismo dependiente, sin embargo, cada vez que entraba se repetía la historia. Me pedían que saliera no importando quien fuera el dependiente de turno. Es verdad, no tenía por entonces dinero para comprar los libros, pero no recuerdo que me expulsaran de otras librerías. Por eso fue que prometí que cuando fu...