El inspector era un señor muy bonachón; el
abuelito perfecto según yo, sabía muy bien que me aburría lo extremadamente
conservadores y conservadoras que eran mis profesores y mis profesoras. Que los
contenidos que me correspondía estudiar por edad en castellano, historia y
ciencias naturales yo ya los conocía por lecturas anteriores. Él era mi
cómplice, el responsable directo de que yo, tanto en los recreos como en
aquellas clases donde no me podía aguantar por tanto tiempo en la sala,
anhelase estar en su oficina leyendo los libros que él guardaba en un gran
estante.
Aquel enorme estante puede ser considerado
sin lugar a dudas la primera biblioteca
en mi vida. Tenía los textos de todos los cursos y las asignaturas de la
enseñanza básica ordenados por cursos. En esos textos yo solía aprender por
adelantado los contenidos que se enseñaba a los cursos superiores; por eso
escribo que era un pésimo ejemplo de niño, parecía más bien un señor viejo de
cortos años que nunca aprendió demasiado bien las reglas del fútbol, ni
aprendió a lanzar tampoco el trompo. Que era demasiado flaco y debilucho como
para ser un rival digno en algún tipo de pelea y sin embargo leía mucho. Lo que
de manera alguna significaba que tuviese buenas notas.
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