*
Cuando todavía era niño y caminaba por el centro de Santiago, en aquellos días que parecían eternos, inevitablemente terminaba parado frente a las vidrieras de la más grande cadena de librerías de la capital. Miraba por largo rato los libros en las grandes repisas; hechizado entonces, traspasaba las puertas olvidándome de que no tenía la ropa ni la edad adecuada para entrar en las grandes tiendas. Muy poco tardaba en acercarse un dependiente que, invariablemente mirando con desconfianza mis grises vestimentas, me decía en voz baja (como para no interrumpir a los distinguidos clientes) que saliera de inmediato.
Volvía otros días, anhelando no encontrar
al mismo dependiente, sin embargo, cada vez que entraba se repetía la historia.
Me pedían que saliera no importando quien fuera el dependiente de turno. Es
verdad, no tenía por entonces dinero para comprar los libros, pero no recuerdo
que me expulsaran de otras librerías. Por eso fue que prometí que cuando fuese
grande y tuviera dinero no compraría libros en aquella librería. Promesa que
por cierto no cumplí; pero les he comprado muchos menos libros de los que he
comprado en otra cadena de librerías que es más pequeña.
**
Pasaba
días enteros mirando las vitrinas de las librerías del centro de Santiago. La
mayoría de los libros no estaban al alcance de mi presupuesto de trabajador de
la feria; pero a veces jugaba a mi favor la suerte y encontraba libros bastante
económicos.
Pero no era en las librerías que yo
conseguía la mayoría de los libros que compraba por entonces; los conseguía en
los puestos de la feria donde transitaba cada fin de semana con mi carretón; me
los prestaban los afortunados compañeros de la escuela que los tenían, pero no
los leían o me los conseguía con algunos adultos que conocía y sabían lo mucho
que me gustaba leer. Iba entonces con aquellos libros, como quien porta un bien
del cual sentirse orgulloso a leer a las plazas públicas.
Recuerdo muy bien que no pocas veces iba a
la Plaza de Armas con varios libros bajo el brazo; allí me sentaba junto a los
señores que leían diarios y los libros comprados en aquellas librerías donde yo
todavía no los podía comprar. No me permitía la pena porque, aunque no tenía
dinero siempre tuve algún libro que leer.
Aquellos libros fueron una innegable
muestra de la felicidad cuando yo era niño.
Por
aquellos años descubrí también, además de las plazas, las bibliotecas públicas.
Estas eran enormes librerías donde bastaba con que yo le pidiera a una persona
en un mesón el libro que quería leer para que me lo entregaran y lo pudiese
leer en una de las mesas que estaban dispuesta para ello. También me podía
inscribir si así lo quería y solicitar los libros para llevarlos a mi casa,
pero en aquel tiempo no me hubiese atrevido a hacer eso.
Me quedaba largas horas leyendo, aislado de
tantas cosas que fuera de las bibliotecas me hacían tanto daño. Soñé entonces
con ser bibliotecario y leer algún día todos los libros que aguardaban en los
estantes, con tener mi propia biblioteca para que pudiesen venir a leer todos
los niños que no tuvieran la ropa ni el dinero para entrar en las grandes
librerías.
Comentarios
Publicar un comentario