Federico Fellini es considerado uno de los grandes directores de cine de todos los tiempos. Este reconocimiento no es gratuito; efectivamente la mayoría de sus películas entregan momentos más que especiales al espectador, y ésta, su octava película y media (dicen que la contabilizó así porque había dirigido segmentos en dos películas colectivas junto a otros directores y siete películas solo) es especial por varias razones. La primera es porque es evidente que es en muchos aspectos autobiográfica, trata sobre la sequía creativa de un director muy famoso (
Marcello Mastroianni) que es acosado permanentemente por sus colaboradores y los periodistas acerca de su próximo proyecto. Guido, que es como se llama el personaje del director, se refugia en los recuerdos de una época en que no existían estas presiones (la infancia, principalmente) y aunque en un comienzo nos parece que la cosa se pone más bien dramática, es el oficio de Fellini el que nos conduce sutilmente, por medio de situaciones tan raras que llegan a ser humorísticas hacía un desenlace bastante feliz.
La inocencia, la imaginación desjuiciada de la infancia, el amor por las mujeres y los vínculos con los recuerdos son las sendas por las que nos movemos en lo que dura la película. Es una obra muy importante en la historia del cine como expresión artística. Inspiro un musical muy exitoso que curiosamente también fue llevado al cine (Nine; Rob Marshal; 2009, pero esto es más bien un tema de otro tipo de análisis) Además, se puede entender esta película como un puente, una especie de transición en el cine de este director italiano ya bastante famoso por sus películas anteriores.
Es un ejercicio de sensibilidad, artística o humana, pero sensibilidad al fin, un cine de situaciones humanas, donde el dialogo, la pasión de los personajes son el hilo conductor; no es el tipo de película que le pueda gustar a cualquier persona pero es imperdible para aquellos que buscan en el cine algo más que pasar el tiempo.
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