Me enteré que él había muerto por boca de la persona a quién le debo haber sabido de su existencia. Existencia que no fue en vano para tanta persona humilde que yo conocí. Personas que en sus breves momentos de impagable alegría, sintieron en la voz de este hombre, las voces de sus ancestros más alegres. En todas sus películas lo vimos montar en sus caballos y amarlos como se ama al mejor de los amigos, lo vimos actuar lo que quiso que fuera su propia vida de ranchero y le oímos cantar como nadie cantó jamás; puede ser que mejor otros cantaran, pero con la alegría y sinceridad con que él cantaba; simplemente no había otro. Cuantas películas que aunque no de nuestro tiempo, fueron reflejo de los mundos que añoramos los que fuimos y seguimos siendo niños enamorados.
Me permito a mi mismo darme el regalo de haber sido uno de sus admiradores. El regalo de saber que nos quedaran sus canciones y sus películas, nos quedara su imagen de hombre bueno y correcto, y adornará su nombre la galería de inmortales que nos ha dado esa hermana nación mexicana. Cantiflas, Ramón Valdés y Amparito Ochoa entre mis predilectos.
De haberlo visto frente a frente alguna vez, hubiese querido darle las gracias por animar mi más triste infancia, por inspirarme para escribir y conquistar a la mujer de mi vida, por darme razones y motivos para compartir el placer culpable de sentirme pueblo en el más profundo sentimiento musical. Gracias por los corridos revolucionarios, gracias por los corridos de amor y desamor, gracias por los corridos de caballos y sobre todo, gracias por haber existido Don Antonio Aguilar que donde quiera que ahora usted esté... siga cantando como cantaba acá.


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