
Cuando niños nos hablaban de los terroristas. Nos enseñaban a temerles y a despreciarles. Decían que ellos volaban las torres de alta tensión, que ellos asaltaban los bancos y que el miedo era su forma de validarse... la televisión lo decía, la radio lo decía y la mayor parte de la prensa, también lo decía. Sin embargo, a quienes conocíamos a algunos de ellos, esos terroristas no nos provocaron nunca verdadero terror.
Los otros, los otros sí que nos aterraban. Salían por cientos montados en sus camiones, con los rostros ocultos en negro, fusiles, bototos, boinas y pistolas al cinto. Esos que recorrían los pasajes olfateando sospechosos, destrozando puertas muros y colchones a su paso. Apuntado a los hombres e insultando a las mujeres y aunque les debíamos obedecer sin oponer resistencia alguna y a pesar del terror que nos infundían, no dejábamos de mirarlos nunca a los ojos.
Ellos buscaban a los que se suponía eran los malos en aquella historia, buscaban a personas que nosotros conocíamos; nuestros padres, los tíos y los hermanos que hace tanto tiempo esperaban traernos a nosotros los niños de regalo la libertad. También nuestras madres, las tías y las hermanas colaboraban codo a codo en los actos subversivos. Por entonces hasta la pancita de una embarazada era capaz de transportar la canana con las balas necesarias para mantener aquella resistencia.
El terror como muchas otras tantas cosas, era un asunto subjetivo. En las horas del toque de queda para nosotros los malos, los terroristas no eran los que todos decían, no tanto al menos como esos que con la bandera bordada en el pecho sacaban personas de las casa a medianoche y se los llevaban sin dar explicación a nadie dejando tras de ellos la destrucción de las casas pero sobre todo de algunas de nuestras familias.
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