De un tiempo a esta parte, aquellos que sufrimos de la
angustiante necesidad de saber, hemos gozado de una inusual fiesta. Nunca antes
hubo tanta información al alcance de nuestros ávidos ojos y acuciosos oídos.
Como nunca abundan los libros, los documentales, los canales de cable, las
páginas de Internet, los reportajes en los periódicos, las conversaciones bien
encausadas.
Pero tanta información paradójicamente nos
amenaza con condenarnos a no saber nada en profundidad.
Se puede ver a muchas personas en el
transporte público leyendo (libros de moda mayoritariamente), oír las
estaciones de radio que buscan por medio de la interacción con sus auditores
entablar tribunas donde todos puedan decir lo que piensan, la televisión más
que nunca utiliza sus espacios para hablar de lo que hacen otros; millones de
personas están preocupados de postear todo aquello que hacen o dejan de hacer
como si los demás no tuviesen cosas más importantes que saber.
Las estadísticas cumplen con comprobar lo
que todos opinan, dictan patrones de pensamiento y arrastran en una forzada
marcha de opinión a todo aquel que quiera pertenecer a algo que llaman la
media.
Las personas temen no estar de acuerdo,
sacrifican sus propios sentimientos y pensamientos en pro del cuidado de la
armónica convivencia. Y cada vez aprendemos más de aquella manipulada
asignatura de la vida que conocemos como tolerancia, el sagrado derecho a ser y
dejar hacer.
Acomodamos todo cuanto aprendemos a las
dinámicas de adecuada convivencia. Si sabes mucho, eres un petulante, si hablas
poco un engreído. Pero si estás de acuerdo eres parte de algo que a todos
pertenece.
No pienso únicamente en lo laboral, pienso
además en el plano educacional y familiar. Pienso en un mundo que basado en la
información amenaza con desinformarnos y privarnos de nuestros propios
pensamientos.

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