Hay
quienes dicen que en el comienzo de todas las cosas no era un hacedor, sino que
era una hacedora. Que la fertilidad de los montes solo se puede explicar por
medio de quien ama y no de quien castiga.
Las primeras gentes tuvieron miedo de la
noche, de los aullidos y del rayo que volvía nada los troncos que secos bajo la
niebla ardían.
Si bien es cierto; las hembras pueden hacer
cualquier cosa, desde el comienzo de todo lo que fue y será, acunan a sus
crías. No todas, es cierto, pero si la mayoría.
De ahí que sea tan difícil atreverse a
creer que ser dócil nos proteja de todo aquello que nos aterra.
El miedo es masculino y la ternura
femenina; la guerra suena como ellas, pero es el lenguaje natural en que se
entienden ellos.
Dicen que en el comienzo también hubo
diosas de la guerra, hacedoras de cosas y sentimientos que a través de los
tiempos aprendimos a atribuirle solo a los dioses.
No era difícil creer en aquel tiempo que la
que da la vida también la pueda arrebatar, pero es extraño ver a una ella
abusando de sus fuerzas, es difícil encontrar a aquellas que
pariendo dejen abandonadas a sus crías y la historia de la humanidad sufre de
incontables abandonos. Casi siempre abandona el padre, pocas veces abandona la
madre. Los antiguos muy bien lo sabían, se dieron cuenta o tal vez quisieron
que nos diéramos cuenta que ella es protección y remanso, pero no de que él es
dueño de la historia y el tiempo.
Coatlicue es madre
de dioses; dioses envidiosos que, ofendidos e instigados por su propia hermana,
asesinaron a su madre por permitirse un embarazo que no era como todos los
demás. Él recién nacido, que fue engendrado con amor, nació armado y cortó las
cabezas de todos los asesinos incluyendo la de su venenosa hermana.
Desde entonces que el Hacedor
es padre, la guerra algo natural a los hombres y las mujeres portadoras algunas veces
de comentarios, a veces de profundos secretos. La historia la escriben ellos y las
metáforas florecen siempre a través de ellas.
(Mambruna)
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