Sería gracioso contar con la venia de Roberto Fontarrosa
y de Ariel C Arango para profundizar contigo acerca de lo que para ti y para mí
conllevan las malas palabras. Explicarte que la única vez en que tú me
insultaste mantuve un largo silencio no por miedo, mucho menos por lástima. Me
quedé callado porque las tuyas nunca fueron en realidad malas palabras. Fueron
palabras de dolor como dolidas son las palabras de aquellos que nos insultan no
solo con sus palabras, sino que cotidianamente también con sus actos.
Nada tengo en contra de aquellos y aquellas que
no pueden articular sus iras y sus frustraciones de otra manera que no sea con
palabras con espinas, de aquellos y aquellas que no saben muy bien como decir
sin ser enjuiciados por el insurrecto acto de decir lo que otros murmuran o
callan.
Las malas palabras, convengamos, no han de ser
aquellas que no son más que el eco de la pobreza ya no solo material, sino que
también de la falta de educación y de afectos.
Malas palabras habrían de ser esas que se
esgrimen para engañar al que poco sabe, para robarle a aquella que por más que
trabaja sigue sin tener los cobres que le permitan la paz de que a sus niños
menos les falte. Malas palabras han de ser la del religioso que le exige
humildad a aquellos que todavía creen que el reino de los cielos alguna vez
será de los pobres. Las de aquellos que reniegan de la sangre y la raza de los
suyos, las de las que hieren a sus iguales con el vacío consuelo de sentirse
más linda, más deseada por aquel que le hace separarse de sus hermanas por
medio de malas palabras.
Palabras que de tan manoseadas son ahora palabras
sucias, palabras que las buenas gentes dicen y repiten pero que ya no dicen nada
pues el manoseo les arrancó hasta la última brizna de honestidad. Nos quedan
entonces las malas palabras, aquellas a las que la gente de bien les rehúye y
les da la espalda confiadas de que porque no se les mira ni se les escucha son
palabras que ya no existen. Nos quedan las penas, nos quedan las injusticias y
las frustraciones que se tornan en palabras nuevas. Comprendemos entonces que
no son las palabras las que son buenas o malas; somos y fuimos siempre nosotros
los que les dimos un sentido; que dependió del tono con que las dijimos, de las
intenciones que ocultamos detrás de lo que dijimos.
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