Mi historia con los diarios es bien antigua. Los buscaba, como si fueran un tesoro, en lo basureros . Los pedía en las casas de los barrios elegantes, tomando en cuenta lo que se consideraba elegante cuando yo era niño. Los iba apilando, muy ordenados, en mi carretón camino a mi casa. De vez en cuando no podía con la expectación y me estacionaba a la orilla de cualquier camino para leer alguno; como un entremés digamos, porque la verdadera fiesta de leer los diarios era en la calidez de la pieza que compartía con mis hermanas, tumbado en la cama que me correspondía y rodeado de noticias que aparentemente habían perdido todo valor informativo. Diarios viejos; así era como los pedía. Les decía a las señoras y a los señores que intrigados asomaban sus variadas caras al umbral de sus puertas:
- ¿Tiene diarios o revistas viejas que me de? y las gentes, que por entonces compraba diarios y los veía apilarse en algún rincón de la casa, me los entregaba sin imaginar siquiera que antes de venderlos por kilos, como se acostumbraba por entonces, tenía la urgente necesidad de leerlos. Entonces fue que empecé a entender que, con respecto a algunas cosas, el mundo es bien poco lo que cambia.
En la adolescencia, eran la voz de los poderosos que se adecuaba al habla, los intereses y motivaciones de los distintos tipos de gentes que desde siempre ellos han clasificado y de manera alguna es cosa mía. Había (y hay) diarios para quienes además de dinero, tienen inquietudes cinematográficas y literarias bien distintas a las de las gentes que trabaja más horas al día de las que siquiera alcanza a desear para descansar. Aprendí que algunos diarios, concebidos y puestos en circulación con el fin de mantener informados a aquellos que desde siempre habían estado (y siguen estando) en la cima de la pirámide socio cultural. Aquellos diarios tenían "Club de lectores" con entregas de libros mensuales con los que algunos (varios escalones más abajo en la pirámide) no podíamos hacer otra cosa que soñar. Traían insertos, que por el mismo importe del diario comprado un día sábado, permitía a los lectores disfrutar novedades y nostalgias de aquello que era dado llamar artes y letras. Y estaban, por supuesto, aquellos concebidos para que los agotados de tanto trabajar pudiesen saber acerca de las novedades del deporte (futbol predominantemente). Para que la señora encontrase recetas y consejos que le permitieran sobrellevar de mejor manera los altibajos de la situación que, en mayor o menor grado, es bien poco lo que ha cambiado.
Entonces los diarios eran papel impreso. Oro antes de leerlos y simple papel con infinitos destinos después de leerlos (me es inevitable dejar de pensar en "El diario a diario" maravilloso micro cuento de Julio Cortázar) envolver la carne o el pescado que se compraban en las ferias y los mercados, limpiar los vidrios, secar el piso o fuente de recortes para aquellos que quisieran cumplir con las tareas que en las escuelas se daban a diario. Los kioscos entonces eran otra cosa, muchos menos dulces y cigarros y muchísimo más material para leer. Los estudiantes de los liceos mirábamos de reojo los titulares, no pocos esperando aquel día en que el señor del kiosco se paleteaba dejando a la vista de los transeúntes un adelanto del afiche aquel con que el más popular de los diarios agotaba su tiraje de los días viernes, gracias a los encantos físicos de ciertas señoritas. Otros buscaban algo que les hiciese sentido en aquella danza de titulares que invitaron siempre a informarse sobre aquello que otros decidían (y siguen decidiendo) las gentes se debían informar. Nada que dividiera, mucho que reconciliara a aquellos que se ven obligados a permanecer varados en una realidad tan chata que no pocas veces dan ganas de sacudirla. Los muros son el diario nuestro...y a escribirlos compañeros nos pedía Gastón Guzmán. No pocos le escuchábamos muy conscientes del rol que por entonces tenían la mayoría de los diarios.
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