Hay una perrita muy vieja. Una perrita que es blanca, silenciosa y sumisa. Los niños la adoran y ella, como si realmente entendiera, se deja tirar las orejas y la cola sin ladrar siquiera. Camina como si estuviese cansada todo el tiempo, lo mira todo con ojos vidriosos. Dicen que ha estado aquí hace muchos años; nadie sabe con certeza cuántos, incluso a quienes se atreven a decir que estaba antes de que la primera persona llegara.
No necesita moverse, ni ladrar; le basta con estar y mirar a las personas para contarles algo; contar un misterio incluso más lejano que las palabras. He pasado horas intentando entender aquello que reside en aquellos ojos gastados, horas esperando verla hacer algo, para confirmar cada vez que ella está allí para que uno se encuentre consigo mismo, con lo que le da miedo igual que con lo que le otorga el coraje.
Los niños y las niñas, como dije antes la adoran, los viejos la reconocen como a una igual, pasan las tardes junto a ella aparentemente sin decirse nada. Días de calor, de neblina y de lluvia la perrita ha estado; los niños cansados de jugar se van a dormir, los viejos para que no los crean perdidos vuelven a las chozas donde siempre alguien los espera; pero la perrita se queda echada en cualquiera de los umbrales como si fuera una diosa vuelta bestia para cuidar de todos, como si su existencia no tuviese otro propósito que ser una guardiana que detiene todo lo malo y solo dejar pasar aquello que tiene olor a algo que es bueno.
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