El año 1997 también me develó un tipo de películas de las que ignoraba completamente su existencia. Como muchos asociaba la animación como un producto dirigido principalmente a los niños y niñas, poco o nada sabía de dibujos animados producidos más allá de la órbita norteamericana, animaciones al alcance de todos y todas por medio de la televisión desde hacia ya más de treinta años. Quede varias veces estupefacto mientras miraba La princesa Mononoke del para mi por entonces desconocido director japones Hayao Miyasaki. El mensaje ecologista, profundamente humano a la vez que místico, la arrebatadora belleza de los dibujos y la manera en que estaban coloreados lanzó por la borda todo aquello que Disney había hecho durante años.
Debo aclarar que películas de dibujos animados y cine eran hasta ese momento para mi sinónimo de la empresa del ratoncito que no ha logrado sorprenderme nunca más allá de la experiencia inolvidable que fue la primera vez que vi Blanca nieves y los siete enanitos. El estudio Ghibli no hizo otra cosa que sorprenderme cada vez más en cada uno de las películas que me di el placer culpable de disfrutar a partir de entonces.
Un breve resumen de la película debiese ser contar que cuando es herido por un demonio-jabalí enloquecido, un joven llamado Ashitaka sale en busca de un dios ciervo, pues es el único que puede curar la herida en su brazo que va de mal en peor. En la medida que avanza en su aventura conoce a una princesa que tiene una especial cercania con una manada de lobos y descubre cómo los animales del bosque luchan contra hombres que están dispuestos a destruir todo cuanto ellos valoran. La película es lo mismo larga y compleja que cautivante, mágica y chocante de principio a fin y es la piedra angular de un discurso que constantemente nos es recordado en las películas del estudio japones y que nosotros como espectadores nunca nos cansamos de volver a recordar.
Comentarios
Publicar un comentario