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Cuando mi hermana mayor tenía veinte años y yo tenía quince; mi hermana trabajaba como empleada puertas adentro y yo como fletero en la feria los fines de semana. Nos veíamos de tanto en tanto en la entrada de la feria donde su patrona iba con ella a comprar los fines de semana. Mi hermana me miraba reprobando el que yo estuviese sentado en el carretón, leyendo diarios viejos a la espera de que alguna señora quisiera contratar mis servicios.
Mi hermana no veía a los otros muchachos que también esperaban sentados en sus carretones junto al mío. Tenía solo ojos para mí porque creía conocerme. Alguna vez le intente explicar que por aquellos años a un grupo de cesantes (que en aquellos años había muchos) les dio por organizar en las ferias una especie de policía secreta que intentaban disminuir la delincuencia en las ferias de la comuna. Era un grupo de no más de diez hombres (todos mayores que nosotros los fleteros) que se encargaban de darle un buen escarmiento a quienes se atrevían a robar frutas, verduras, monederos o lo que fuera. Esto a cambio de una propina por parte de los vendedores de la feria al final de la jornada de trabajo.
Habían decretado estos señores de la ley improvisada que los carretones solo podían entrar a las ferias si iban contratados por alguna señora y no todos corríamos con la misma suerte. Yo llenaba aquellos tiempos de espera leyendo noticias que habían perdido ya toda importancia. En realidad, no era mucho más lo que podía hacer.
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Aún al día de hoy es muy latente el recuerdo de cómo llenaban sus propios tiempos de espera algunos niños carretoneros. Cuando detenía por un rato la lectura los miraba amarrados a las bolsas con agorex y tolueno. Aquello no me alarmaba en lo más mínimo; yo sabía que eran buenas personas y que, con ellos, cuando no estaban en estado de gracia, muertos de la risa, se podía conversar.
Siempre me preguntaban por qué me gustaba tanto leer y teníamos conversaciones bastante alejadas de los prejuicios que hubiese sido tan fácil tener. Algunas veces les leí noticias atrasadas; a ellos las noticias que no fueran de fútbol no les decían nada, a pesar de que les daba la lata de insistirles que la gente que pretende ser gente debe estar enterada de ciertas cosas.
Mi hermana tampoco le encontró nunca verdadera importancia a aquello de leer las noticias, ella escuchaba las canciones románticas que sonaban en la radio, trabajaba porque en aquellos años los que eran adolescentes como nosotros si no estudiaban trabajaban, cosa que a las noticias de los diarios no le importaban.
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Que aquel periodo de nuestra vida en que se pueden definir tantas cosas se le llame adolescencia me parece un chiste de muy mal gusto. Adolecer es carecer, no tener dolor ni motivación cuando es precisamente por aquellos años en que empezamos a conocernos.
Recuerdo a adolescentes que llenaban sus tiempos de espera con asambleas, mítines y largas horas de filosofía y dialéctica de breve duración. Recuerdo futuros obreros convencidos de que no tenían otro derecho que soñar con una casa propia a la cual llegar y poder encontrarse con la familia que debimos todos haber tenido algún día. Recuerdo muchachas a las cuales les pesaba la obligación de ser bonitas que la adolescencia les otorga. La madurez que ellas casi siempre encuentran antes que los hombres.
Mi séptima conciencia es que cuando dejamos de ser niños o niñas y no somos todavía adultos, hay un sinfín de tiempos de espera por llenar. Que las preguntas urgentemente deben encontrar sus respuestas, los modelos de convivencia deben ser al menos una vez cuestionados, se deben los jóvenes informar sobre el devenir de los otros para comprender que las noticias que entregan los diarios significan tan poco todavía para tantos que se convencen de que todavía no hay otra forma de vivir la vida que no sea acompañar al patrón o a la patrona y escuchar la música que está de moda.
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