
Ya lo sé; a la altura de los tiempos en que estamos viviendo, el rostro de Frankenstein nos provoca risa ante cualquier cosa. El propio cine y la televisión se han encargado de ridiculizar una obra que además de interesante, no deja de tener un valor altamente artístico. La película Frankenstein de 1931 del director James Whale basada a su vez en la novela del mismo nombre de Mary Shelley nos expone a la eterna búsqueda del hombre en su afán de asemejarse a un Dios, creando vida por sus propios medios. El nombre comúnmente asociado a la creación pertenece al científico que lo trae a la vida; el doctor Henry (Víctor, en el libro) Frankenstein, quién robando cadáveres de un cementerio comienza un maquiavélico juego que traerá catastróficas consecuencias para él, su creación y para la gente del pueblo en que se realizan los experimentos.
En la medida que vamos avanzando en la película, nos planteamos algunas reflexiones acerca de la verdadera naturaleza del mal (reflexiones, que no está de más decirlo, se pueden profundizar a través de la lectura del libro). Es cine en blanco y negro, claramente, sin pretensiones artísticas; es su carácter de filme clásico el que le da un sitial en la cineteca de cualquier amante del buen cine.
Las actuaciones dejan bastante que desear, sin embargo marcan hitos imperecederos. Cabe destacar el momento en que la criatura cobra vida por la mítica frase del doctor Frankenstein "In the name of God is alive!" (“¡¡En el nombre de Dios, está vivo!!") y cómo no, por la estética del actor británico Boris Karloff, quién a pesar de no convencer con su actuación daría cuerpo a la imagen que todos asociamos con la criatura.
Me atrevo a reseñar y recomendar esta película por su alto valor artístico, por su historia, que aunque breve, cumple con sintetizar un buen libro y porque es la génesis de otra joya del cine llamada

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