Un día al pueblo llegó la taciturna. Sin reconocerlo, anhelaba el amor como todos lo anhelamos, y porque se entregaba en sus actos con más amor que muchos, su aparente dureza la respetamos. Fue respetada y respetó desde el primer momento. Todos nos dábamos cuenta de su tristeza aunque de ella no se filtraran los sentimientos. Un pelo innegablemente hermoso coronaba su rostro irreparablemente pálido.
Llegó con papeles de experta en su arte, y eso era bastante para nosotros que de expertos sabíamos muy poco.
Vino para quedarse aunque ella no lo supiera.
Yo siempre comprendía sus cambios de ánimo, aunque ella me malentendiera. La taciturna siempre caminaba alerta a pesar de que creía que era inocente; ella de inocente tenía poco, sabía tanto de la vida como debía saber. La temprana perdida de un ser querido, la innecesaria traición de quien en verdad no valía nada, pero hería con su impuesta presencia…Ella arrastraba por las calles del pueblo su tristeza; ríera o caminase seria.
Ella no era la extraña; la extraña era como un ángel. La taciturna era algo más cercano a nosotros, era una mujer. Y con esto quiero decir una MUJER con todas sus letras: era carácter, buen humor y fortaleza…la única quizás capaz de dejarnos a todos callados. Ella vino para quedarse, aunque no lo supiera. No podríamos borrarla de nuestra historia, aunque se quedara o se fuera, ya había hablado en nuestras asambleas y sus palabras fueron mucho más valiosas que tantos discursos que oímos una y cien veces.
Ella creía que no se notaba su tristeza…pero en un pueblo donde todos viven tristemente; lo primero que se nota es la tristeza.
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