Cuando era niño tenía un carretón; con él ayudaba con las bolsas a las señoras que hacían sus compras de fin de semana en las ferias. Tras el trabajo vitrineaba por entre las esquinas donde los tarros de basura aguardaban por el camión de higiene municipal. Era una competencia frenética con otros niños y ancianos de los carritos. Recogíamos cartones y uno que otro objeto abandonado por personas con la posibilidad de desechar lo que para nosotros era todavía muy útil. Por entonces, vender lo que recogíamos podía ser el pan de cada día.
El tesoro soñado para mí lo encontré un par de veces…cajas con diarios y libros. Aquellos eran días de fiesta; me es muy difícil explicar lo feliz que me ponía cuando encontraba en la basura cualquier cosa relativamente larga para leer. Al llegar a la casa, casi no podía esperar el momento de sentarme en la cama o en el suelo y ponerme a revisar que decían las páginas de aquellos tesoros hallados.
Un día algún pelusa me contó que los diarios podían ser vendidos por kilo, incluso a los mismos vendedores de la feria (los de pescado eran los que mejor pagaban), entonces me uní a aquellos que no esperaban encontrar los diarios en la basura, sino que los pedíamos por las casa. Llenábamos nuestros carretones con diarios; yo por supuesto antes de venderlos lo leía. Eran muy felices para mí aquellas tardes. Tal vez nunca tuve tiempo de jugar cuando era niño; pero aquello nunca me ha traído un mal recuerdo. Leer era mi felicidad, los diarios y los libros en la basura, un tesoro que tenía que saber ser el primero en encontrar; todo cuánto leí, una inversión para mi futuro. Un futuro que por entonces nunca hubiese imaginado.
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