
Quiero compartir este maravilloso texto con todos aquellos que a estas alturas ya no pueden vivir sin leer libros.
Airoso y triunfante
El libro ha sobrevivido a muchas órdenes de ejecución, juicios sumarios, hogueras infamantes.
Ha sufrido ¡dictámenes de arresto, de secuestro, de desahucio!
Se le ha infligido castigos ominosos. Ha sido calumniado, vejado, crucificado.
Pero sigue vivo y libre. Cada vez más fresco y radiante. Hasta impulsivo y fregando la vida de los jerarcas.
¡Denodado, ingenioso y bizarro!
Sólo haciendo un recuento de las últimas décadas, he aquí una relación de las veces en que el libro ha estado condenado a muerte, a veces súbita y violenta.
Y, sin embargo, ¡ha salido airoso y triunfante!
Primera muerte y vieja resurrección
En los últimos tiempos, la primera vez que se entonó el responso fúnebre al libro fue cuando apareció en el universo de nuestras vidas la radio. Resultó convincente oír a los agoreros, pronosticar la muerte inminente del libro que con el nuevo invento quedaba -se dijo-, comprobadamente obsoleto.
Pero en dicha ocasión el libro se levantó saludable y vigoroso de su lecho de reposo con más ganas de seguir atormentando la vida a los adivinos.
Segunda, prueba de fuego
La segunda ocasión –ésta vez sí fue en serio– ocurrió con las piras de libros que nazis y fascistas levantaron, secundados después por tantos dictadorzuelos que hay extendidos en toda la faz de la tierra. El libro ahí supo que era inflamable y ardía muy fácilmente.
De esta prueba salió, como sale cualquier hijo de vecino después de una encerrona, sabiendo que la justicia es ciega y hace pender una espada de Damocles en el vértice de nuestros cuellos.
Pero uno olvida, volviendo a empinarse hasta las nubes a sorber otra vez el aire del cielo y la luz de las estrellas.
Tercera, con sus atuendos dorados
La tercera fue en Fahrenheit 451 de Rad Bradbury, que ensombreció a la multitud de lectores y radioescuchas que noche tras noche seguían la secuencia de la obra.
Sentían correr por sus venas el estremecimiento de ya no poder sus hijos ni los hijos de sus hijos tener el encanto de sentarse a la luz de la ventana a solazarse en las páginas de un libro, en donde se deslizan imágenes, metáforas, historias, y uno mismo destejiendo la madeja de su destino.
Pero el libro, en los siguientes días, se levantó igualmente rejuvenecido con todas sus galas y fulgores –puesto que salía de un incendio– ¡y hasta vestido con sus atuendos dorados!
Cuarta, al desaparecer los parques
La cuarta muerte del libro fue cuando se tumbaron los árboles en las huertas, de lo que antes eran aldeas y hoy son grandes ciudades.
Entonces, ¿montados en qué ramas hacer la mejor lectura?
Pero el libro siguió viviendo, curiosamente, refugiado en sótanos, en tugurios polvorientos, en callejones trashumantes y hasta en las celdas de las cárceles.
Quinta, tercamente siguió apareciendo
La quinta muerte fue pronosticada de infalible, y el libro pasó a ser desahuciado impenitente, cuando aparecieron los audiovisuales y las ondas hertzianas de la televisión invadieron nuestras míseras vidas.
¿Para qué leer, entonces, si en la TV me entretengo, me informo y hasta puedo instruirme? No tiene sentido por lo tanto enchufarme a las páginas de un texto.
Definitivamente el libro: ¡Pieza de museo! Con el agravante de ser fenecible, pues lo horadan de pies a cabeza –¡qué vergüenza!– nada menos que unos bichitos insignificantes: ¡las polillas!
Pero el libro tercamente siguió apareciendo en los escaparates, se apuraron las rotativas, las fajas de doblado, de encuadernación y etiquetado. ¡Una reverenda burla para los urdidores de desastres!
Sexta, solitario y clandestino
La sexta muerte –esta vez sí bajo enfermedad grave– fue cuando entró a la clandestinidad, a circular a altas horas de la noche bajo la capa de unos estudiantes famélicos dispuestos a petardear el mundo. Al libro entonces se lo metió entre las rejas, se lo torturó inmisericorde, se derramó fango y sangre sobre sus páginas titubeantes.
Esta vez, sinceramente, le costó recuperarse. Estuvo silencioso, buscando cada retazo de sol para calentarse los huesos. Se le notó caviloso, andando solitario por los caminos. Pero se recuperó y ahí anda, incorregible, como lo ven ahora.
Séptima, más terco que una mula
La séptima vez que se le diagnosticó sepultura definitiva ha sido por obra y gracia de la fotocopiadora; muerte certificada, además, por la compra indiscriminada de Derechos de Autor de la mejor ciencia y literatura, a cargo de la IBM. Todo a fin de ya no tener libros sino sólo “copias”.
Pero el libro siguió saliendo más terco que una mula.
Octava, se volvió espíritu
La octava muerte fue mucho más pensada, casi un crimen perfecto por la sofisticación puesta en juego. Se hizo responsable de ella a la cibernética, al procesador en línea, a la digitación telemática, a la comunicación interactiva vía satélite: el “INTERNET Y OTRAS HAZAÑAS”, en donde el libro se vuelve nada; sí, ¡nada! O, nos corregimos, apenas es vibración magnética, es decir entra en coma, es onda que se digita. Allí sus signos de vida sólo se ven en una pantalla. Se tornó aura, viaje al infinito. Murió, para volverse espíritu, nostalgia, recuerdo querido.
Pero el libro apareció otra vez en las calles, gritando sus inconformidades y rebeldías, en la coyuntura y en lo que es eterno.
Novena, metamorfosis y conversión
La novena muerte del libro –aquí hace rato superó al gato y se volvió definitivo– es cuando tú lo tiras a un lado en la banca del parque y me das las letras de tus ojos.
Y, después, el libro de tus labios; para que en ellos me olvide definitivamente de mí, de ti y de todo lo que los libros dicen.
Décima, última resurrección y vida definitiva
En esta prueba, la décima, el libro se vuelve definitivamente esencia de libro, es decir pálpito, suspiro, corazonada. ¡Y vibra!
Ya no se imprime como tal, porque se volvió imagen, tañido y profecía.
El libro se tornó conciencia de que tú y yo podemos estar para siempre unidos, abrazados, entrando y saliendo de un libro.
Y habitando felices en el fondo de las páginas de un texto, como es el mundo y como es la vida. Y como es toda resurrección definitiva.
Por Danilo Sánchez Lihón
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