En el centro de la plaza hay un árbol. En sus ramas esperan libros. Las personas caminan hacía ellos y los desprenden con cuidado, como para no romperlos Toman un volumen, lo miran, calculan su valor emocional y tan solo cuando están bien seguros de que el canje vale la separación; colocan en el espacio vacío un libro que desde mucho los acompañaba.
La permanencia de los libros no dura demasiado. Poco demora en llegar a los pies del árbol otro u otra que se despide al mismo tiempo que saluda a un nuevo compañero. En aquel árbol encuentran consuelo los que se sienten solos, inspiración los enamorados, secretos develados los investigadores del pasado y cuentos muy hermosos La Sole, que por entonces era de nuevo una niña que buscaba hojitas secas para regalarle a los amigos antes de emprender su definitivo viaje.
Las hojas eran para marcar los libros que de seguro ella ya no leería; no le quedaba demasiado tiempo; de los que había leído, de ninguno se arrepentía, de los que otros dejaría para que leyeran, sentía un poco de vergüenza, por el olor a tabaco que había quedado impregnado en aquellas hojas donde ella se detuvo más tiempo del que realmente era necesario. La vida es un libro que muy pocas veces terminamos.
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