Recuerdo que cuando era niño sabía que era muy difícil que me compraran
juguetes. No porque mi mamá no quisiera, más bien porque tenía más importancia
tener algo de comer y el dinero por entonces no alcanzaba. Noté entonces lo
económicas que resultaban aquellas bolsas de soldaditos plásticos verdes que
vendían en las ferias. Entonces muchas navidades, cuando mi mamá nos preguntaba
que nos gustaría recibir en nochebuena, yo pedía soldaditos. Recibí muchos,
llegue a tener una bolsa de supermercado llena de esas personitas armadas de
plástico. Rara vez jugaba a la guerra con ellos, los hacía conversar y cuando
no estaban de acuerdo de ser necesario solucionaban sus diferencias a puñetazos
pero rara vez usaban sus armas.
Creo que alcancé a entender por aquellos
años que los soldados de verdad, aquellos que encuentran su razón de ser en
países donde hay niños como el que era yo por entonces no son personas que yo
nunca vaya a entender. Jamás me han gustado los soldados de verdad y los de
plástico en realidad no me gustaban tampoco, pero era y es todavía más barato comprarles
a los niños bolsas de soldados que libros o instrumentos musicales.
Lo gracioso de esta historia es que un día,
ya siendo adulto, fui a almorzar con mi mamá; ella estaba especialmente contenta.
Me dijo que me tenía una sorpresa (y eso es lo gracioso) me contó que había
encontrado en la calle unos soldados a cuerda que se arrastraban por el suelo y
disparaban haciendo ruidos. Dijo que se había acordado lo mucho que me gustaba
jugar con soldaditos cuando era niño. Había comprado uno y me lo ofrecía no
poco emocionada...Quise decirle algo, pero se veía tan contenta. Tome el
soldado a cuerda y lo guardé en mi bolso. La culpa no es de ella, es mía por no
haberle contado nunca que entre los soldaditos y yo hay algo personal.
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