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El país de las oportunidades

En los años ochenta la gente de mi pueblo chico solía decir que en el norte se encontraba el país de las oportunidades. Los países del centro y del sur o sufríamos de dictaduras o adolecíamos de subdesarrollo; parecía que el remedio solo se podía conseguir en aquel norte tan idealizado. La economía de libre mercado terminó dándole la razón a todos aquellos que postulaban que era una tremenda irresponsabilidad entregarle el manejo de los pueblos a aquellos que decían discursos bonitos y al fin padecían de las mismas codicias de los que aseguraban combatir. Aquellos fueron años muy convulsionados y aquellos que lograron llegar hasta el norte tuvieron que partir desde bien abajo; los ciudadanos de aquel norte tan anhelado no estaban dispuestos a realizar ciertos trabajos que por bajos salarios los recién llegados realizaron sin asco. Los años lo curan todo y aquellos que aguantaron y con el tiempo se disimularon y renegaron de sus raíces triunfaron dando fe de que era verdad que al norte del mundo se hallaba el país de las oportunidades.

El pequeño país donde yo a veces habito resulto ser el más aplicado de los discípulos de tan liberal modo de vida y por el módico costo de algunos cientos de vida a inicios del nuevo siglo se pudo constituir como el nuevo país de las oportunidades. El viejo ya estaba demasiado desgastado, podrido desde adentro aseguraban los más recalcitrantes defensores de la pureza nacionalista. Entonces las naciones que aún yacían asoladas por dictadores tercermundistas volvieron sus miradas y sus anhelos al extremo opuesto. Decían los medios especializados, las convenciones de naciones que buscaban nuevos socios para arrebatarles sutilmente lo que de recursos quedaban en la tierra, que el nuevo paraíso se podía encontrar al sur, bien al sur. Fue entonces que las aduanas y los aeropuertos se vieron desbordados por aquellos dispuestos a intentarlo desde abajo. Las plazas, las avenidas y los suburbios brotaron repletos de sueños e ilusiones de un mañana mejor. 

El problema no eran los anhelos, ni los sueños...mucho menos el trabajo que se realizaba con bríos y esfuerzos sobrehumanos a pesar del mal sueño y la falta de seguridad, el problema eran aquellos que señalaban con el dedo, que miraban con desprecio y desconfianza a aquellos que en otra lengua y con otra piel no hacían sino intentar coger un pedacito de aquella nube pasajera que es el derecho a ser personas. Los que ayer fueron perseguidos con demasiada facilidad hoy pueden ser perseguidores; olvidar que la sangre siempre es roja y que con los despreciados también caminan niños; niños como sus hijos, como los nietos que crecerán viendo, escuchando lo que sus mayores dicen acerca del amor al prójimo. Este es un cuento que no termina y que todos nosotros seguiremos escribiendo.


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