Esta es la breve historia de esos hombres y esas mujeres. La historia de aquellas tribus que crecen anhelando aquel paraíso en la tierra que llamamos civilización. Si hay paraísos, entonces también ha de haber infiernos; durante miles de años el infierno fueron los otros; todo aquello que es distinto y de lo que se alimentan nuestros miedos. Los miedos en todas partes se parecen, también se parecen las alegrías y sin embargo hombres, mujeres, tribus y civilizaciones tardan tanto en realmente comprenderlo.
Los que tienen mucho se parecen, se buscan para hacer trueques y así poder tener más. Deciden por aquellos que no quieren decidir porque siempre ha sido más fácil hacer aquello que hacen los otros. Es inevitable que quienes tienen las riquezas materiales sean quienes deciden lo que se debe recordar, que quienes venden ilusiones busquen el beneplácito de aquellos que precisan aquellas ilusiones para eternizar su nombre en el poder. Pero si se puede evitar que aquellos que creen y obedecen sigan sin pensar. Aquel que piensa es libre, aunque le encierren entre cuatro paredes; aquel que sueña, escribe o canta inevitablemente en algún lugar será escuchado. Quien dibuja crea sus propios mundos, quien baila transmite un mensaje que no precisa de palabras. La música se puede escuchar en el aire, los números son exactos, las figuras, las formas buscan nacer una y otra vez, a veces por medio de los colores, a veces por medio de milenarios materiales.
Los niños y las niñas son los primeros y las primeras en darse cuenta; nos parecemos mucho. A veces ellas y ellos juegan a que son nosotros y si estuviéramos más atentos, podríamos ver lo que realmente de nosotros aprendieron. Esas pequeñas gentes tienen la mala costumbre de aprender primero aquello que hacemos y después todo cuanto decimos. Es un asunto comprobado que el infante que habita en la corte no es distinto del negrito que vive en el barracón. De no haber adultos que se lo impidieran, nada raro sería que ambos terminaran jugando juntos.
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