Nunca resultó del todo fácil estar destinado a trabajar como obrero, haber sabido de aquellos que en las calles permanecían sin ser realmente escuchados, crecer entre quienes en el arte poco, sino ningún, interés habían tenido y pretender escribir poesía. Andar con las emociones expuestas a plena luz del día, guardar silencio ante quienes hubiese querido dar rienda suelta a mis dudas, a los miedos que puede llegar a sentir un niño o un adolescente que no son los miedos comunes.
Nunca le tuve miedo a la oscuridad, ni al
viejo del saco…de hecho muy temprano supe que eran muchos los viejos del saco y
las viejas con bolsas que ningún interés mostraban en tener que hacerse cargo,
además de ellos, de algún cabro chico encontrado en sus caminos.
Compartí con ellos y ellas el amor a los
perros que suelen ser muy calentitos si uno los abraza como si fuesen frazadas
de cuatro patas dispuestas a dejarse ceñir para juntos dormir, uno que otro
sorbo a la botella de pisco que era y es una de las estufas más antiguas de
quienes no tienen casa ni mucho menos estufas para encenderlas cuando las
noches de invierno son mucho más frías de lo que debieran ser. Compartí con
ellos pan, chocolate en barra (porque no existe, según nosotros, otra manera
mejor de comer o beberse el chocolate). Conversábamos, les leía poemas, ellos y
ellas me contaban sus historias que yo adoraba aun sabiendo que muchas de ellas
eran historias inventadas o imaginadas.
Me resultaba complejo sentirme más cómodo
entre quienes llevaban piñén como yo que entre los que llevaban mi sangre; no
saber sobre qué hablar en la casa, inventar historias que explicaran el porqué
de mis lágrimas tan a flor de piel, aguantar las burlas y la desconfianza de
quienes viviendo conmigo era tan poco lo que me conocían.
Pero todo aquello fue y ya nunca más será
pues en alguna tarde, o puede ser que en algún amanecer, comprendí que no tengo
por qué esperar que los otros entiendan esta incomoda sensibilidad que va
conmigo desde la mañana a la noche, en meses de calor y en meses de frio que no
pueden todavía enfriar mi interés por lo que sienten, por lo que callan
aquellos que creen que están solos como alguna vez yo creí que estaba.
Por cierto, de aquellos días y noches de
pasármela entre olvidados en la calle me quedó una secuela que lo mismo que
graciosa es muy útil. A mí me resulta imposible sentir los malos olores; un
doctor que me revisó cierta vez confirmó que mi sistema respiratorio no tiene
ningún problema, que yo no huelo los malos olores porque no quiero. Creo saber
muy bien cuando fue que adopte tan extraña costumbre.
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