En una croquera que el profesor de artes del liceo me había regalado para que escribiera los poemas y las reflexiones que solía escribir cuando debiese estar dibujando tenía pegada una foto de Paulina Urrutia caracterizada como su personaje de Jonny Cien Pesos, una foto de Julie Delpy en Black, otra foto, en color, de Paulina Urrutia y una foto de Sinéad O' Connor. Ideales de mujer ocultos entre ideales de amor y de mundo. Mundo caótico que ofrecía un remanso al trágico escribiente que no teniendo con quién hablar de libros, cine o música, intentaba ordenar en algo sus pensamientos escribiendo cuando debiese haber estado viviendo.
A pesar de la melancolía, el romanticismo algo trasnochado y las urgencias sociales de ciertos escritos, sonaba en mi cabeza la voz de aquella hermosa y, en apariencia, frágil mujer que cantaba con una energía inesperada tomando en cuenta lo delgada que era. La canción que más me gustaba y que más me gusta de ella es "El traje nuevo del emperador", me gustaba y me gusta por el cuento de Andersen pero sobre todo por la energía que me transmite. También es una canción de amor, como suelen ser la mayoría de las canciones de quienes se enfrascan en la ilusoria idea de cambiar el natural egoísmo de no pocos seres humanos.
Bella y atípica, deliberadamente poco llamativa para los ojos de quienes no saben cómo ver más allá de los lugares comunes de la belleza que ella buscaba eludir. Siempre quiso que la escucharan más que la miraran, siempre anduvo buscando aquello que no encontró porque no siempre se logra encontrar aquella tranquilidad que tantos anhelamos en medio del caos. Ella, más bien su foto, me entregaba tranquilidad cuando me encontraba perdido en mi propio mundo convulso. Ella, Paulina Urrutia y Julie Delpy. Las fotografías de pinturas, los párrafos de libros que estaba leyendo y que capturaban mi curiosidad mucho más allá de lo que me estaba permitido entender por aquellos años.
Cuando empezaba a entender apareció Sinéad O'Connor en los noticieros, que nunca me gustaron del todo, alertando al mundo del infierno que vivían niños y niñas, no solo en su Irlanda natal, bajo el cuidado de los sacerdotes católicos. Rompía una foto de Juan Pablo II, el Papa que se supone debíamos amar y que no podíamos amar porque él era un enemigo declarado de los comunistas, un enemigo declarado de las mujeres y de las niñas y los niños violados por sacerdotes. Entonces ya éramos muchos los que sabíamos que la santidad no es cosa de seres humanos y que lo que decía ella era un secreto a voces de quienes habíamos elegido leer en vez de creer.
Entendíamos que su carrera como cantante se había acabado, que ella era muy, pero muy valiente, pero que también era tonta porque nadie le creería. No en el momento en que ella intentó alertar al mundo de las debilidades de un demonio amado por millones. Intentar poner en evidencia al sumo sacerdote que mandaba hacer desaparecer los expedientes de niños y niñas violadas al tiempo que cambiaba de lugar a los sacerdotes violadores fue un acto más que arriesgado. ¿Cuánto dolor, menosprecio y abandono les hubiésemos evitado a los únicos seres humanos que deben ser considerados sagrados si se le hubiese escuchado. Pero no era el momento, ni era el modo de hacerlo.
Sinéad siguió buscando, cambió su modo de entender su fe no una sino dos y hasta tres veces. Cambió su nombre e intentó cambiar su vida pero nada pudo hacer con su aura, nada pudo hacer con la mala fortuna que no deja vivir en paz a algunos y algunas. El dolor parecía empecinado en seguirla, empecinado en arrebatarle los pedacitos de felicidad que ella lograba encontrar. Me siguen gustando y me seguirán gustando sus canciones, la valentía que no entienden aquellos que se burlan de los suicidas y de los que de tanto penar ya no hayan la manera de hacer los caminos que otros y otras hacen sin profundizar en nada.
No la voy a extrañar...tengo sus canciones, su ejemplo de valentía y la foto en mi croquera de niño liceano. El recuerdo siempre presente de una sensibilidad a prueba de incrédulos en asuntos del dolor humano.
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