Se intenta justificar lo injustificable aduciendo que hay que remontarse al año 1970, al gobierno de la Unidad Popular para contextualizar el golpe de estado que tanto daño les hizo a tantos y tantas alegrías les trajo a pocos. Se dice que el gobierno de Salvador Allende fue una dictadura y que se pasaron a llevar los derechos humanos de los terratenientes y las transnacionales. Quién ha leído, aunque sea un poco de Historia de América con los dos ojos, sabe de la Guerra Fría y las insolentes gestiones de Estados Unidos en contra de la voluntad democrática de aquellos países que, su política colonialista, nunca ha dejado de ver como infantiles. Sabe, aunque se resista a reconocerlo, que la mayor cuota de violencia, esa violencia que no solo es verbal, sino que vuela puentes y mata a generales del ejército no es atribuible a los afines al gobierno que fue derrocado. Es muy cierto que algunos hablaron de más, que no pocos creyeron en aquello del poder popular y al momento de los cañonazos no fueron capaces de reaccionar (afortunadamente, imaginen lo que hubiese ocurrido si el pueblo salía a las calles a defender a su gobierno), que el presidente tenía línea directa con los grupos paramilitares que en su conjunto no tendrían más de mil hombres para defender el gobierno legítimamente elegido de un ejército casi completo (porque hubo algunos que defendieron a costo de ser torturados y hasta asesinados la constitución que juraron defender). Pero eso no alcanza para empatar las cosas.
Augusto Pinochet no decidió, sino hasta el último momento, unirse al golpe que había nacido en los cuarteles de la marina. Soldado veleidoso por cierto que días antes caminaba junto al presidente que, en las grabaciones que algunos se niegan a escuchar, insulta tan pretenciosamente
el mismo día en que nacía el discurso de un hombre que pagaría con su propia sangre los errores propios y los ajenos. De qué manera pueden ser empatados el último discurso de Allende, que es estudiado en las universidades del mundo y las grabaciones de Pinochet el día del golpe. Es cosa de sólo ponerse a escuchar. Cómo pueden ser empatados los cordones industriales con los cuarteles de la DINA, Altamirano con el Guatón Romo, la inflación con la pobreza que tuvieron que soportar tantas familias cuando recuperar la economía no era otra cosa que devolverles su derecho a lucrar a quienes sabían hacerlo al tiempo que no pocos uniformados sacaban su tajada.
La violencia que llevó al Golpe venía de mucho antes de la elección de Allende. Es una violencia con antecedentes en la década del sesenta y que fue creciendo poco a poco impulsada por aquellos que temían lo inevitable. Por esos que nunca imaginaron que el socialismo podía triunfar por medio de los votos, esos que estupefactos vieron y escucharon vitorear a los embajadores del mundo libre, en el edificio de las Naciones Unidas, a un hombre que le explicaba a ese mundo libre la situación en que habían puesto, los intereses de las transnacionales, a un pequeño país resuelto a obtener su verdadera independencia.
Hay quienes desde siempre han visto en el uso de sus armas la mejor conjugación de verbos de su dialecto. No hay manera de empatar la alegría en las poblaciones con el odio en los barrios altos, los discursos arrepentidos de los perdedores con la soberbia de los vencedores que nunca aprendieron a pedir disculpas. No se pueden empatar las ganancias perdidas tras mil días de caos con los seres queridos asesinados o desaparecidos tras diecisiete años de un lucrativo orden para aquellos que le tienen terror a lo colectivo y caen rendidos ante la propiedad privada.
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