María Trinidad, cuando era niña, se esmeraba para que “pepita”, su muñeca, no sintiera el frío ni el hambre que ella sentía. La abrigaba con su chomba descolorida y le daba de comer de la sopa que, en los días de invierno, María Trinidad, cuando era niña, acostumbraba a imaginar.
Herminia del Carmen se prometía a sí misma, cuando su taita le pegaba, no hacer lo mismo con sus hijas y, sin embargo, se sorprendió a sí misma demasiadas veces golpeando a quienes tanto amaba, aterrada de que las niñas repitieran los errores que ella había cometido al hacer la vida.
La vida que prueba y mide hasta dónde es capaz de llegar una madre que no tiene otra que endurecerse, más que un poco, para no fallarle a las niñas ni al niño con los que se quedo a solas cuando aprendió que los cuentos de hadas no son ciertos. Cuando pudo haber elegido la muerte y eligió la vida.
Marina Soledad no está para cuentos y ama con recelo porque aprendió que amar con los ojos cerrados es un injustificado peligro. Acaricia a su gato, maternal y protectora, susurrando una canción de amor propio,
Marina Soledad da a luz los sueños que soñó para sí misma y para su gato.
Corina Yamilet soñaba con tantas cosas antes de que se le hinchara la pancita no una, sino tres veces. Soñaba y sueña todavía Corina Yamilet, pero es a través de los sueños de sus niñas que ahora ve el mundo. Ya no tienen sueños propios muchas madres. Cambiaron los sueños por los hijos e hijas que trajeron al mundo y de los que rara vez se arrepienten.
Alfonsina Aurora se pone bonita, ordena la mesa y mira una vez más por la ventana. Ella espera siempre a sus hijos que están tan ocupados para venir a verla. Atenta al teléfono se la vive Alfonsina Aurora, esperando aquella llamada que rara vez llega. Ella espera; nueve meses espera, toda una vida espera. Llenitos de amor sus ojos, ansiosas de servir sus manos.
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