Ocurrió un día que habían quemado una de las imágenes de la virgen que estaban en el templo de mi pueblo.
El pueblo amaneció consternado; seguro era obra de alguna secta satánica, los cardenales de todos los pueblos cercanos acudieron en urgente procesión al templo para pedirle perdón a su santa madre por la atrocidad cometida. Todos hablaron del pagano suceso y salieron en busca del o los culpables.
Pobrecita la virgen, ella que no le hace daño a nadie- suspiro una de las señoras habitual visitante del templo.
Mire que maldad, le quemaron toda su ropita- suspiraba otra de sus devotas.
No tardaron en hallar al culpable. Era un tipo de esos que vagaban por el pueblo con la mirada perdida y el estomago vacío; uno de esos que los fieles del templo pasaban sin ver los días de misa. Él no entendía nada, había prendido un poco de fuego y se había armado tanto alboroto. Unos agentes de la ley lo atraparon y lo llevaron a la comisaría a declarar su pobreza, le hicieron pruebas para confirmar que estaba loco, lo fotografiaron para mostrarlo en los diarios y él no comprendía por qué de repente parecía que todos lo querían ver; a él que nunca había sido tratado como gente, a él que caminaba por la calle cada día en busca de algún lugar donde dormir y no hallaba más que desprecio.

Los hombres de fe lo perdonaron- después de todo no era más que un pobre diablo, una oveja desviada de su rebaño, él no entendía bien de qué era que lo perdonaban; tenía frío y se procuró calor. Lo llevaron a vivir con otros como él. Habían desviados de todo tipo de rebaños y todos tenían seguridad en la mirada, ninguno pasaba por su lado sin ver ni parecía apurado, entonces entendió que lo que había hecho era algo bueno, porque le habían dado un hogar, ropa, remedios y comida.
El más anciano de los hombres de mi pueblo, cuando le contamos del suceso, comentó:
- Seguro era Jesús el nazareno que harto de tanta mierda al fin se animó a derribar de nuevo los templos.
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