Hace algunos años yo vivía en un pequeño pueblo a las salidas de la ciudad capital. Un pequeño pueblo que aunque pequeño es bello y acogedor como suelen ser aquellos pueblos que estando tan cerca de las ciudades no terminar nunca de encontrar su propia identidad. Tenía y tiene, como es natural, una Plaza de Armas, un supermercado, una avenida principal donde poco a poco las pequeñas zapaterias, verdulerias y paqueterias han ido cediendo su espacio a las pretenciosas galerías donde no podrían faltar las grandes tiendas que hasta no mucho, únicamente estaban en la capital. Pero esa parte de la historia no me interesa contarla; quiero contar la historia de la vez en que hubo una librería. Sí; una librería con todo y libros muy bellos a la cual muy pocos alcanzaron a ir.
Se llamaba Entrelibros y estaba en la avenida Balmaceda, que no es por cierto la principal avenida sin embargo es una de las avenidas más importantes de la zona centro de aquel pueblo. Iba yo a gastar una importante parte de mis ingresos como profesor en aquel lugar; era esa dependencia, junto a una cafetería en frente a la municipalidad, mis lugares predilectos cuando se trataba de acortar las extensas jornadas de quien no trabajando se daba cuenta de que vivía sólo. Nunca estuve sólo en aquella librería; rodeado de tantos libros, reencontrado en las surtidas estanterías; bien iluminadas iban a dar a un escritorio en donde atenta una señorita insinuaba algo sobre el buen gusto de uno al elegir lo que llevaba. Iluminada ella por una sonrisa pegaba una tarjeta adhesiva que daba cuenta de la procedencia de tan delicados libros.
Hace menos de un año la editorial Losada había vuelto a publicar su colección de Poetas Hispanoamericanos de ayer y de hoy tan delicadamente dirigida por el escritor argentino Ernesto Sábato. Los libros de aquella colección eran una delicia. Me había propuesto comprar la mayoría de ellos; mientras tanto, recuerdo que compré un bonito tomo de poemas de César Vallejo que no formaba parte de la colección pero era más barato. Alcancé a comprar la antología poética de Federico García Lorca, la de Alfonsina Storni, la de Miguel Hernández y la de José Martí: hubiese querido comprar otros libros, pero una mañana de sábado creo; la librería amaneció quemada con todo: calidez, estantes y sonrisas resumidas en un enorme puñado de cenizas. Creo no haberme recuperado del todo de la tristeza que sentí aquel día.
Nunca supe nada de quienes intentaron ofrecerles algo distinto a los habitantes de aquel pueblito que no terminó nunca de verse reconocido en tantos y tan bellos libros. Imagino que el dolor de ellos (los dueños de la librería) debe haber sido como el mio pero mucho más doloroso y profundo. No tanto por la inversión ni el dinero perdido; más bien por la certeza de haber intentado embarcarse en una travesía que claramente no les llevaría a buen puerto. Aún hoy a más de veinte años de aquel incendio, no ha vuelto a existir otra librería en aquel pueblo. Yo estaba ahí cuando aquellos fue. Fue inspirador; pero resulta ser que en aquella eterna búsqueda de su identidad que emprenden los pequeños pueblos a las a fueras de la ciudades capital, no estaba, en el caso de este que cuento, la necesidad de la literatura hispanoamericana ni el de ningún tipo de literatura.
En el lugar donde por un par de meses hubo una librería, durante los últimos veinte años han vendido alfombras, zapatos para damas y carne de primer corte. Esas tiendas siempre han estado invariablemente llenas. Esto que escribo no es una critica ni pretende establecer ironía alguna, es sólo que me acordé porque estaba sentado escribiendo en el escritorio donde siempre escribo, ese que tiene amontonados un montón de libros en la parte de abajo y cayeron sobre mis rodillas los cuatro libros de la colección que alcancé a comprar. Puede ser que fueran los incombustibles sentimientos que permanecen vivos entre sus páginas los que quisieran ser contados de alguna forma.
Comentarios
Publicar un comentario