La primera vez que vi el puerto supe que volvería
muchas veces. Nos había llevado nuestra mamá a mi hermana menor y a mí; íbamos
a conocer a una tía que había sido la mujer de un marino que la engañaba, pero
era marino, y eso, al parecer da un estatus que todavía no comprendo.
Nada quedó
en mis retinas tan marcado como el mar, los cerros con casas colgando, los
trolebuses. Nada permaneció en mi piel como el viento que corría de otra forma,
el sol que quemaba y el agua fría que a la misma playa nos venía a buscar. Los
niños y las niñas corrían por calles misteriosas, sus papás salían antes del
amanecer y llegaban antes del mediodía a las caletas con pescados que sus
madres sabían preparar acompañándolos con papas y mayonesa, tomates y cebollas
que antes de Valparaíso yo no recordaba.
Allí los
hombres se hacían muy jóvenes novios de la mar y no pocas veces ese amor les
costaba demasiado caro. En esta comarca de poetas, músicos y sirenas de piernas
muy robustas hubiese querido quedarme, pero teníamos que volver a Santiago.
Creo que
aquellas fueron las primeras vacaciones en la vida de mi hermana menor y en la
mía. Tuve que volver a comprender que el dinero es escaso, que se debe trabajar
porque los pobres no pueden tomar largas vacaciones. Entender que mi mamá debía
volver a la rutina de la capital; sin embargo, de alguna forma que no sabría
cómo explicar, presentía que volvería a Valparaíso…que muchas otras veces
volvería.
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