
Entonces no usaba demasiado los anteojos recetados. Muy a pesar de mi error de enfoque en el ojo izquierdo y prescindiendo del repentino lujo de poder ver el mundo en alta definición, yo podía mirar el mundo con cierta respetable claridad. Varios años después fue que me di cuenta de que una necesidad tan cotidiana como leer se veía trastocada por no poder ya mantener las letras enfocadas por más de treinta minutos. El sentido común sugería que esta vez fuese yo quien acudiera a la optima más cercana y pactara una nueva compra de acuerdo a la graduación entregada por un o una especialista. Sin embargo crecí intrigado por aquellos buhoneros que en los persas, los paseos públicos y las ferias ofrecían, en cajas muy nutridas de modelos y colores, todo tipo de anteojos para la lectura. La mayor parte del tiempo la prueba infalible de la efectividad de los anteojos era la evidente lectura del nuevo testamento en esas ediciones con letras horriblemente chicas.
Más por travesura que por convicción, decidí comprar mi segundo par de anteojos, con la finalidad de poder seguir leyendo a ración de por lo menos una hora diaria sin que se me movieran a ninguna parte las letras. Pedí la graduación más baja y con eso bastó. Desde entonces, mucho es lo que ha aumentado la necesidad de permanecer sentado frente a más de una pantalla y de leer algo más que una hora porque cada vez es menos interesante lo que las pantallas me pueden ofrecer. Ambos pares de anteojos ejecutan una curiosa danza sobre el mueble que siempre ha sido mi centro de operaciones. Lo curioso es que cada vez menos puedo ver o leer algo prescindiendo de estas armazones con cristales que si bien es muy cierto que me otorgan claridad y orden, no se terminan de llevar muy bien con eso que llaman sexto sentido. Intuición, prejuicio, TOC, llámele como usted quiera, pero siento que jamás he podido ver mejor que con los ojos cerrados.
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