Cuando era niño, concretamente, vi muy poca televisión. Lo que no es merito mío, sino más bien de la pobreza, pues aunque tengo conciencia de haber sido niño entre 1980 y 1986, no tengo conciencia de haber tenido permanentemente un televisor en la casa materna. Sin embargo, cuando tuvimos uno, cuando hubo tiempo que no fuera de trabajar o de estudiar; recuerdo la impagable alegría de unos dibujos animados que en blanco y negro (los televisores a color eran privilegio de otros niños) se quedaron para siempre con mi atención.
No tenía conciencia de aquello sino hasta hace algunos años. Entre los libros, las películas y los discos que comenzaron a equilíbrame con respecto a aquello de tener una conciencia social y aprender a ser feliz, encontré muchos capítulos de aquellos dibujos animados que me fueron presentados como Fantasías Animadas de Ayer y de Hoy por una voz a la vez alegre que contagiosa. Las letras decían en la pantalla Looney Tunes, pero por entonces no leía en inglés ni tenía tiempo para reparar en aquel detalle que rápidamente se diluía cuando podía ver la historia de aquel pobre hombre que se encontró aquella rana que cantaba solo cuando él la miraba, la del perrito chico que admiraba a un perro muy grande que finalmente, ocurriendo por medio una serie de situaciones graciosas con cierto gato, terminaba siendo admirado por ser el más valiente. No todos me gustaban, debo reconocerlo, siempre me parecieron poco graciosos cierto canarito de ojos saltones y aquel pájaro muy veloz que no se dejaba atrapar por el coyote. Me gustaron siempre los cortos del chanchito tartamudo, el conejo transformista y los del pato neurótico. Cosa de niño viejo.
Ver aquellos "monitos", como es que les decían nuestros mayores, tiene en el ahora un no sé qué de nostalgia. Ahora puedo decir el nombre de la mayoría de los personajes recurrentes de estas fantasías, que en algún punto de la historia se mezclaron y terminaron siendo una misma cosa conocida, explotada y reinventada mil veces en cine y televisión. Aún miro los cortos originales (1930-1969) y me cuesta enganchar con las nuevas versiones. Me acuerdo sanito, riendo con aquel gallo tan grande y bonachón que se las tenía que ver con cierto gavilán pollero, atento al insistente romanticismo de aquel zorrillo que no podía dejar de abrazar a la pobre felina que tenía la mala suerte de parecer una zorrillita y con el cual se siente tan identificada mi faceta pegote, fascinado de lo hiperactivo que era el ratoncito aquel del sombrero tan grande en relación a lo perezosos que resultaban ser sus amigos. Quien es capaz de seguir viendo las cosas como las ve un niño no puede sino verse reflejado en su inocencia, sentirse por un momento de nuevo en el refugio de lo no impuesto por lecturas que el alma sin heridas no tiene cómo hacer.
Lo que entonces era gracioso para la mayoría ahora ya no lo es. Puede ser que tantas heridas, propias y ajenas, hayan terminado por hacernos a todos más sensibles. Que la sensibilidad de aquellos que ahora son mayoría justifique los actos de censura de aquellos a los que solo les importa hacer lo que es políticamente correcto para seguir vendiéndonos fantasías. Aquellas "canciones chifladas" que es como hoy sé que se podrían traducir aquellas dos palabras (Looney Tunes) misteriosas que yo solía leer intrigado al comienzo de cada corto animado están llenas de una alegría de la que se me hace muy difícil abstraerme. Hace mucho tiempo que quería escribir algo sobre esto. Nada demasiado profundo pues estas no son más que reflexiones de alguien que no se ha dado el tiempo todavía de pensar en lo que le conviene y no hace otra cosa que exponer su inquebrantable fragilidad.
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