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Nadie supo nunca que esa
noche yo me quedaría afuera. Tenía algo así como seis años y muy poca
inteligencia como para darme cuenta que mi papá no volvería nunca más a la
casa. Me escapé por la ventana, iba bien abrigado porque me habían contado que
la noche como pocas cosas era fría.
Puede ser que fuese a buscar a mi papá o
puede ser que intentara agrandar el estrecho mundo de una infancia que hasta
entonces no había tenido demasiados sobresaltos. Como fuese, nadie hubiese
entendido que tenía inexplicables ganas de caminar.
Los adultos piensan que los niños no se dan
cuenta de lo que en sus vidas pasa; suelen creer que los niños pueden olvidar
con mucha facilidad; pero no es así, al menos yo, me daba cuenta y entonces me
di cuenta que me sería muy difícil en la vida olvidar.
Mis adultos no se comprendieron; y a pesar de tener tres infinitas razones para pensarlo al menos un poco más, nada pudo impedir aquella separación. Mi hermana y yo les vimos discutir. Horas o días después (a aquella edad no se tiene todavía una noción demasiada clara del tiempo) vimos a mi papá tomar sus maletas y como si nada partir. Yo me hubiese querido ir con él en aquel momento, pero no pude. Él se fue de noche; por eso fue que de noche lo salí a buscar.
**
La noche no era tan fría
como decían, pero era larga, muy larga; las mismas calles, pero vacías; perros
que, si no ladraban, lloraban penas que muy pocos entienden todavía. Debe haber
sido verano porque además la noche hacia cariño con una brisa muy suave, un
viento que invitaba a seguirla caminando.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que yo
comprendiera que en realidad no buscaba a mi papá (eso de que los niños
necesitan a sus padres seguro es un invento de los sentimentales). Yo había
salido a buscar cosas nuevas; cosas como aquella moneda redonda que determinó
mi suerte aquella noche. La luna ¡qué bella era…! tan bella como el silencio
del mundo dormido, un mundo del que no pude arrancar el llanto de mi hermana,
al ver partir a nuestro padre. Se me figura que a ella le debe haber dolido el
doble aquella partida porque ella tiene la mala costumbre de tener siempre
cinco años más que yo, por lo que tuvo más tiempo para acostumbrarse a aquello
de tener padre y madre. También lloró por varios años mi mamá; ella lloraba
antes de quedarse dormida para así poder ser fuerte cuando comenzaba cada día.
La calma de la noche gestaba en mí la prematura tristeza que por largos años me acompañaría. Fue entonces que me enteré que me gusta caminar, caminar mucho para así poder pensar. Para intentar ordenar el desorden que a algunos se nos forma en los pensamientos cuando tratamos de entender lo que otros hacen o dejan de hacer.
***
Mi mamá tenía veintinueve
años entonces; tenía dos hijas y un manojo de pensamientos intentando equilibrarse
sobre dos pies. Muy poca experiencia en eso de ser madre y segundo año básico
por todo resguardo educativo. No había aprendido todavía a leer ni a
escribir, pero rezaba al menos una vez al día y sabía trabajar como nadie en la
vida.
Era muy linda y tenía un riachuelo apozado
en los ojos con que nos miraba. No podía dejarla sola. Por aquel entonces, yo
era el hombre de la casa y debía de algún modo protegerla a ella y a mis
hermanas; por eso fue que por primera vez salí a buscar trabajo. No es muy
difícil imaginar que con seis años son muy pocas las posibilidades laborales. Como no pude encontrar un trabajo estable, fui a trabajar a las ferias; ayudaba
a vender, limpiaba papas, ordenaba las frutas y por las tardes pedía diarios y
botellas camino a la casa. Me acuerdo que ganaba muy poco, pero al menos
alcanzaba para comprar medio kilo de pan o un cuarto de azúcar cuando hacía falta.
Eran los largos días de verano que
conocemos en la infancia y todo lo que ganaba, se lo entregaba a mi mamá vuelto
loco de alegría.
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