I
El
Oso Boris era un viejo luchador ruso; Furia Alegre recién comenzaba a hacerse
un nombre en el mediático mundo de la lucha libre. La pelea estaba programada
para el medio día de aquel sábado; ni muy temprano ni muy tarde, para que los
abonados al canal de pago no tuviesen ningún reparo.
No era normal este tipo de enfrentamientos;
lo normal era asumir que Boris, al ser mucho más grande y fuerte, barriera con
Furia cuya principal fortaleza era la alegría. Tampoco se había visto antes que
a la gran pelea final llegasen un luchador tan experimentado y una niña.
Furia Alegre miraba al Oso Boris convencida
de poder vencerlo, el Oso no veía en esta final más que un mero trámite que
debía ser realizado si es que quería reclamar una vez más el cinturón de oro
que desde hace tantos años nadie había podido arrebatarle.
Cuando la campana sonó el réferi se hizo a
un lado; sabido era que este encuentro sería terrible. Furia Alegre haciendo
uso de su juventud voló para caer sobre la cabeza del sorprendido luchador
ruso. Boris arrancó aquel pequeño pero pegajoso cuerpecillo de su cabeza
prontamente y haciendo uso de una fuerza descomunal lanzó a Furia hacía una
esquina del ring. La multitud vuelta loca gritaba enfervorizada por tan
despiadado espectáculo. Los jueces por un momento dudaron si el duelo debiese
haber sido permitido; no decidían si detenerlo o dejarlo seguir cuando Furia, premunida de un saco de plumas mucho más alto que ella, dio un golpe mortal en
el cráneo de su enemigo.
II
Furia Alegre fue capaz de derrotar la fuerza y la porfía del Oso Boris. Le bastaron tres asaltos para someterlo. El viejo traspiró y bufó como el animal que era, se resistió a la vergüenza de tener que reconocer que era que una chiquilla quien le arrebataba el cinturón que definía todo cuánto él había vivido para ser.
Los comentaristas prontamente comenzaron a hablar de una revancha, del bien ganado derecho que tenían los hombres de volver al estado natural de las cosas, volver a aquellos tiempos en que los hombres dominaban y las mujeres, aunque bellas y alegres, hasta ellas mismas se reconocían como el sexo débil.
Furia Alegre, una vez terminado el combate, hizo saber a los amarillos comentaristas que las mujeres estaban ahora para grandes cosas; que aceptaría únicamente la revancha si es que aquel avinagrado titán de tiempos muertos se dignaba a reconocerle su ganado derecho a ser la nueva campeona del circuito de luchadores.
Al parecer alguien habló con el Oso (seguro algún empresario poniendo mucho dinero sobre la mesa); pues aceptaba el pasajero reinado de la insoportable muchacha.
No faltó quien filtrara los secretos del camarín divulgando que el viejo luchador no podía entender cómo era que la niña nunca renunciaba a la alegría que le definía, cómo es que para darle incluso una paliza no precisaba de engaños ni de amenaza alguna. De aquello se desprendió que el Oso odiaba intensamente esta nueva identidad femenina.
Furia Alegre no leía las notas de prensa ni prestaba oídos a los comentarios de pasillos; sin embargo comenzó a notar, cuando ella y el Oso debían promocionar el próximo combate, la inseguridad en los ojos de su contendor, la incomodidad de sus movimientos y la profunda incertidumbre ante todo aquello que le sacaba de su zona de confort.
La revancha era un hecho; no se hicieron esperar las notas de prensa, los anuncios rimbombantes en el canal de pago que transmitía la lucha libre. La verdad es que no fueron demasiado originales los medios cuando hablaron de esta revancha refiriéndose a ella como la pelea del siglo.
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